LOS PAJARITOS
Miguel Ángel Alloggio ©
Para Cármen
Con la finalidad de hallar en mis agujas para coser zapatos la curva deseada, tomé dos de las que utilizo en tapicería, y sosteniendo primero una y después la otra con una pinza sobre la llama de gas, logré calentarlas hasta el rojo vivo y enderezarlas a voluntad. Una vez terminada esta operación noté que las agujas se habían puesto negras. Entonces tomé Scotch-Brite y comencé a frotarlas entre mi índice y mi pulgar. Esta acción me recordó un hecho acontecido en la ciudad de Monterrey, Méjico, allá hacia el ’78, cuando yo, que vivía en el DF me paseaba por esa ciudad del norte de ese país.
Narro el hecho referido:
Un millonario mejicano del nombre de Emiliano Pancho Noriega Villa, siguiendo los impulsos de su pasión desenfrenada por las aves, se había hecho construir una docena de jaulones de tamaños diferentes, y en ellos encerraba un gran número de especies. Para el buen mantenimiento de ese sitio, Noriega Villa había contratado los servicios de muchas personas.
Entre esos empleados y esos pájaros destacaré tres: Diego Cipriano Chávez Rivera, quien me contó esta historia como yo se las cuento a ustedes, y los dos protagonistas del hecho: Mercedita Gusmán Concha, una chica oriunda de Guatemala, y Miguelito, un canario amarillo que Noriega Villa había comprado en Japón.
La misión de Mercedita era –y con esto comprenderán por qué recordé este hecho en el momento de pulir mis agujas– la de masturbar a Miguelito para impedirle que inseminase otras aves. Para cumplir con su deber, Mercedita venía cinco veces por día, a veces ocho. Ella tenía apenas quince años y era bajita y menuda; creo que su peso no excedía los veintinueve kilos.
Al principio Miguelito no se acercaba, entonces el mismo Diego Cipriano, me contó, debía entrar en la jaula, atraparlo con una red y dejarlo con Mercedita, quien lo recostaba en una de sus manos, soplaba para separar las plumitas de su pubis, tomaba su minúsculo miembro, y con aquellos deditos finísimos que tenía sacudía el alfiler hasta que la eyaculación aconteciese.
Al cabo de tres días a Mercedita ya no le hacía falta llamar a Diego Cipriano, apenas el emplumado la veía volaba inmediatamente hacia ella, se agarraba al alambre tejido de la puerta, y cuando la chica entraba se posaba en sus manos. Después, al cabo de una semana el bello canario pasaba todo su tiempo volando cerca de la puerta, esperándola. Una noche, Miguelito se posó en el hombro de Mercedita, y extendiendo su tripita dura como metal le hizo comprender que deseaba ahí unos besitos. La muchacha, sensible ya a los deseos del canario, lamió con su lengüita rosa una y otra vez la punta del pájaro, y también se la besó mucho.
Miguelito ya no iba a tratar de hacerse amar por otras hembras; la que deseaba hasta la angustia, la que amaba a lo largo de su vida era esa indiecita tierna, con manos dulces, y suaves como terciopelo de seda.
Diego Cipriano no fue testigo de los hechos, no hubo testigo para aquellos hechos, nadie nunca vio nada de lo que pájaro y mujer hicieron, no obstante mi interlocutor me dijo que Mercedita empezó a tener vientre, y a tal punto que debieron llevarla de fuerza al médico.
–Estás embarazada.
–¿Mande, Doctorcito? ¿Y de quién ‘e el niño entonceh?
–Tú debes saberlo, pues.
Y fue así que meses después el vientre de Mercedita llegó a ser más grande que ella misma, hasta que una mañana su madre llamó por teléfono para informar que su hija había sido llevada de urgencia al hospital para parir.
–Empuja pues, empuja, niña –le decía la partera. Y Mercedita empujaba y empujaba.
–Empuja, niña, pues empuja, Diosito Santo.
Y de repente se oyó un puf. Y una nube de plumas amarillas invadió el cielo eclipsando el sol.
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