domingo, 9 de junio de 2013

JOSÉ LUIS SIERRA, Marco Antonio Campos


Una ciudad para
Foto: poemasdelalma.com
José Luis Sierra
Marco Antonio Campos
A Pina, Dalia, Rodrigo y José María
Conocí a José Luis Sierra en 1978 cuando fui invitado a Querétaro a dar una conferencia de crítica literaria. Yo ya  sentía en ese entonces, y lo sentí siempre, que en él la persona y la ciudad se confundían, aunque José Luis se encontrara formal o fantasmalmente de viaje. Era Querétaro una ciudad pequeña, preciosa, en una cuadrícula como de maqueta, una ciudad casi olvidada, que uno podía dibujar en un pañuelo y caminarla como si se viviera en días de finales del siglo XIX. No lo sé, no tengo el dato, pero no tendría más de 200 mil habitantes. Cuando leo el espléndido verso de José Luis que dice: “No está mi ciudad para el siglo”, me viene a la memoria ese Querétaro que conocí hace siete lustros. Coetáneos estrictos, en ese 1978 teníamos José Luis y yo veintinueve años. Había mucho sabor en su plática cuando hablaba de su ciudad y de sus gentes, mirándote de sesgo, casi sin alzar la voz, diciendo frases socarronas con una sonrisa maliciosa, como quien no cree mucho en la inocencia del prójimo, pero que por otra parte sabe reconocer a los verdaderos amigos y a la gente que vale la pena. Caminar con él –lo hicimos docenas de veces– era conocer detalles de la ciudad que a la gran mayoría le eran o le son inadvertidos. Nunca tuvo nostalgia por Querétaro, como Ramón López Velarde por Jerez, porque nunca acabó de irse, pese a sus años en Madrid y en Valladolid o en sus estancias en Bélgica o en viajes europeos.
Nacido en el barrio popular de La Cruz se sintió siempre orgulloso de su origen. De la casa donde nació y vivió, con sus perros de cantera en la fachada, quedaron la sombra del padre en su difícil soledad y de la Mater Dolorosa, la madre que “cosía ajeno”, esa madre pegada a la máquina Singer para sacar más los centavos que los pesos, con su piedad, su ternura y su quietud de luz. La coincidencia entre la madre y su nombre no puede ser más expresiva en su actitud ante la vida: Consuelo. Esa madre que esperaba el otoño triste para ver entre el ramaje de los plateados eucaliptos el color de fuego del pájaro cardenal.
José Luis fue un cronista en prosa y en poesía del Querétaro del hoy y de los que se fueron, de esos Querétaros en el ayer y en el hoy que en su poesía se diversifican y que regaló en un libro a su hijo menor (José María), que es también como habérselos regalado a todos los queretanos. Ese Querétaro con su cantera rósea que vive a lo largo del día proteicas transformaciones, con sus plazas habitables, sus esquinas y mercados, sus iglesias que conversan entre sí de un pasado cristianamente apacible y monacal, del milagro de la luz en las ventanas, del llamado musical de los pájaros, de las férreas y sonoras aldabas en muchas de las puertas del centro histórico…  Su último libro, Una ciudad para José María, editado hace unas semanas por la editorial Calygramma, es el libro de Querétaro, pero también, en otras secciones, lo es de otras ciudades, principalmente Amberes y Valladolid, y contiene asimismo sus discusiones íntimas o secretas con Dios y una breve exposición familiar donde surgen padres y hermanos y esposa e hijos con pasajes amablemente amorosos, a veces no exentos de dolor y de tristeza. En prosa y en poesía Sierra me pareció siempre un dibujante que trazaba sus líneas con un lápiz fino. La suya era una escritura de aire.
De este libro, además de sus paisajes urbanos de Querétaro, me gustan mucho los poemas de su Cuaderno de Amberes, donde se cruzan, o mejor, se integran, la ciudad y la mujer amada. La ciudad se mira y se vive durante la mañana y la tarde para que se revele en la noche con el ritmo de sus repeticiones verbales en el cuerpo de la mujer. Aunque fuera del tono del libro hay dos poemas notables de amor sinuoso con finales sorpresivos: uno donde se habla del amor de Thomas Mann y Katia, y otro, acerca de Nelly Sachs en el campo de concentración, donde se da el reverso del síndrome de Estocolmo.
Hace unas semanas, en el mes de marzo, celebraba participar en el homenaje a José Luis Sierra en su ciudad natal, en esa ciudad a la que tanto conoció y tanto amó,  y celebraba asimismo treinta y cinco años de amistad. No serán otros treinta y cinco, ni siquiera quince, como propuse, para verlo construir en sucesivos libros los nuevos Querétaros. José Luis murió de un cáncer terminal en su casa a la diez y media de la mañana del 18 de mayo. Quería vivir. Daba todo por vivir. Unos días antes de su fallecimiento hablé por teléfono con él, y aun con un enorme decaimiento, me decía: “Vamos jalando. Vamos a salir, mano.”
Me será difícil ir de nuevo a Querétaro y pensar que ya no caminaré con José Luis por sus calles y plazas, con él, su poeta y su cronista fervorosamente leal.

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