Álvarez Ortega,
el poeta español más europeo
el poeta español más europeo
Antonio Rodríguez Jiménez
Manuel Álvarez Ortega. Fuente: blocs.xtec.cat |
Las letras hispánicas han perdido recientemente a Manuel Álvarez Ortega, el poeta español más europeo del siglo XX. La obra de este gran poeta, nacido en Córdoba en 1923 y fallecido en Madrid en 2014, evolucionó en el transcurso de los años hacia una poesía cada vez más metafísica y esencial, aunque repleta de imágenes surrealistas inmersas en unos versos básicamente musicales. Se trata de un poeta raro, isla, que no admite raíces estéticas concretas y que no gustaba de que lo emparentaran ni con los poetas de su generación (José Hierro, Gabriel Celaya, Blas de Otero), ni con los poetas de Cántico, que también pertenecen a su tiempo. Él se sentía orgulloso de ser un poeta diferente, no influido plenamente ni siquiera por los poetas simbolistas franceses (a los que tradujo). Afín a las corrientes simbolistas y del surrealismo francés, su poesía se caracteriza por una vertiente sensual y repleta de imágenes brillantes que arrancan del vanguardismo y del 27, pero siempre con la expresión contenida, la elegancia musical del verso, la perfección estilística y una temática de preocupaciones existenciales en torno a la muerte y el tiempo que lo acercan a la tradición barroca y a la línea más metafísica del romanticismo anglogermánico.
Álvarez Ortega creía en la imposibilidad objetiva de un acercamiento crítico del poeta a su propia obra. Escribió que el poeta toma aquellos matices que percibe del mundo exterior y crea por sentido reflejo, por incidencia, lo que su ánimo intenta transferir: un estado, una sensación o, simplemente, un modo de ver aquello que se le opone. Pensaba –como Ortega y Gasset– que el alma del verso es el alma del hombre que lo va componiendo, y que el poeta, cuando es sincero, lo que deja en su poesía es un sedimento de su vivir. Pero ese vivir que muchas veces es contado en tono elegíaco se convierte en algo que está más allá, en lo pretérito, algo que está totalmente muerto, que ya no existe. Y el poeta cordobés –como lo hizo Rilke– entona una extensa e inacabable elegía a la muerte, un canto continuo y circular que va evolucionando en torno a las transformaciones del significante, que a su vez depuran la capacidad expresiva del poeta, proporcionando al contenido un valor creativo que está muy lejos de la monotonía.
Manuel Álvarez Ortega perteneció a la primera promoción de postguerra. En 1949 fundó la revista Aglae, en la que editó dos de sus primeros libros, Clamor de todo espacio y Hombre de otro tiempo. Becado varias veces por la Fundación March en Francia para estudiar y traducir poesía francesa, fue autor de las antologías Poesía francesa contemporánea (1967), Poesía simbolista (1975) y Veinte poetas franceses del siglo veinte (2001), además de colaborar en Poesía belga contemporánea (1967) y haber publicado traducciones de Lautréamont, Laforgue, Saint John-Perse, Éluard, Breton, Segalen, Jarry, Apollinaire, Patrice de la Tour du Pin, Péret y Milosc, entre otros. Desde su primera obra publicada, La huella de las cosas (1948), han visto la luz más de una treintena de libros, algunos de ellos galardonados y dos accésits al Premio Adonais (Exilio e Invención de la muerte). Obtuvo numerosos galardones y, en mayo de 2001, la Universidad de Saint Gallen, junto a una treintena de escritores españoles, presentó ante la Academia Sueca su candidatura al Premio Nobel de Literatura, reiterada asimismo, en mayo de 2003, por el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Para hablar de la poesía de Álvarez Ortega hay que situarse justo en la postguerra, en esa época en la que estaba tan de moda la poesía social, en la que era muy intensa la influencia de Machado y de Unamuno. Entonces, este poeta raro, que no perteneció a ningún grupo conocido ni a bandería determinada, tuvo la ocurrencia de mirar al exterior, mostrando con ello una inteligente postura. Su insistencia en el apartamiento, en el cultivo de una poesía con caracteres de universalidad, fundada en el esteticismo y construida con una exquisita complejidad, creada a base de pasión e inteligencia, con especial cuidado de la imagen y del lenguaje en general, este no seguir la corriente de la mayoría le costó que su poesía fuese apartada durante años de las antologías y de los premios. Todo esto fue marcando, de alguna manera, su propia personalidad y Álvarez Ortega se mantuvo siempre independiente de cenáculos y capillas, pues no hizo lecturas públicas ni dio conferencias. No se prodigó a sí mismo, se sumergió en un voluntario exilio y huyó de la parafernalia fácil, de la publicidad. Llegó a decir que “en un país enfermo, cualquier gusto que signifique un propósito de curación es un insulto para los que viven de la enfermedad. En poesía también: cualquier intento de dignificación atenta contra aquellos que cimentan su nombre en lo más trivial y deleznable.”
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