De culto: José María Arguedas
Por: Alan Suárez Ortiz
alan.suarez.ortiz@gmail.com
La tierra
José María Arguedas jamás olvidaría las palpitaciones de la tierra que sostuvo sus pasos. El escritor nació el 18 de enero de 1911 en Andahuaylas, Perú. Ese territorio andino sería el primer potenciador de su sensibilidad y, acaso, de su destino. Cuando José tenía tres años fallece su madre. Dos años después, su padre Manuel —abogado itinerante de oficio— contrae matrimonio con Grimanesa Aragón, una hacendada de San Juan de Lucanas. Manuel emigra a la hacienda con sus hijos José y Arístides. Por la naturaleza de su trabajo, el padre los visita esporádicamente. Desdeñado por su madrastra, José María se pasa la semana conviviendo en la cocina con los indios quechua, los sirvientes de la gran hacienda. Con ellos crece, se educa y, compartiendo sus costumbres, desarrolla una relación orgánica con la tierra, lo que hace florecer el germen de su literatura.
En su novela Los ríos profundos está cifrado el testimonio de una forma religiosa de vivir en el mundo. El libro relata un año de la vida de Ernesto, internado en un colegio católico en Abancay. El trato con los chicos es la primera confirmación en la vida del protagonista: el hombre es despiadado. Ernesto se refugia en sus recuerdos, cuando pasea por ciudades del Perú —como el mismo Arguedas lo hizo por años— acompañando a su padre antes de caer en casa de la madrastra. Al describir el caudal del río Pachachaca, Ernesto reconoce la forma y la materia de su sangre. La novela, en particular, es una clave para sentir las vibraciones de la obra de Arguedas en general. Los ríos cantan entre los valles, asciende la música de su corriente a través de las moreras, y recoge los rumores de sus aguas una torcaza esquiva.
En sus descripciones, Arguedas no realiza un simple acto de erudición ni escribe motivado por una nostalgia antropológica; su experiencia fue la del hombre que se incorpora a la esencia del mundo. La de aquel que asiste todos los días al mercado local y conoce las yerbas para condimentar o imprimir olor al alimento; la del paseante que sabe distinguir el trueno del ficus por la frescura que halla en sus sombras. Y así como la tierra es un manjar de frutos y sensaciones, entre sus certezas también se encuentra la de la muerte. Arguedas viviría perseguido por esa realidad perenne. Escribió en uno de sus diarios: “No tengo miedo a la muerte misma, sino a la manera de encontrarla”.
El vértigo de la realidad le otorgó una visión aguda del hombre y la naturaleza, algo que siempre se comprueba en cada página de su obra ingente.
Arguedas no resistió la tormenta de sus pasiones y, finalmente, colocó una bala en su cabeza el 28 de noviembre de 1969. Murió cinco días más tarde. Nos queda la complicidad de sus páginas, la brillante visión de Ernesto: “Mi corazón sangraba a torrentes. Una sangre dichosa, que se derramaba libremente en aquel hermoso día en que la muerte, si llegaba, habría sido transfigurada, convertida en triunfal estrella”.
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