Leer en la voz materna
Alfredo Fressia
Mi ingreso al mundo de los libros ocurrió muy poco a poco. Comenzó, tal vez hacia mis cuatro años, mediado por la voz de mi madre que me leía historias –y esto debe o debería suceder con todos los niños. ¿Las primeras historias que recuerdo? Respondo sin la menor vacilación: las del libro Corazón, de Edmundo de Amicis.
Recuerdo bien la última que me leyó en ese libro. Se llamaba “De los Apeninos a los Andes”, y terminó en desastre. El niño lloraba tanto que la madre paró la lectura, asustada. Y el niño lloraba más todavía porque quería saber el desenlace de ese relato de un chico migrante.
De esas aventuras con libros, mediadas por la voz materna, saco dos conclusiones: 1. Para el niño que fui, el chico de De Amicis prefiguraba al migrante que yo sería un día –y entraba en diálogo con las migraciones de mis ancestros. (De hecho, ellos llegaron a ese Montevideo del que yo partiría, joven, expulsado por una dictadura); y 2. Como muchos lectores yo también tiendo a desconfiar, a priori, de la “literatura para niños” (y no ignoro que también se trata un prejuicio). Pienso que los niños leen como pueden lo que todos leemos (como podemos también). La “literatura para niños” parece haberse desarrollado como una invención postfreudiana, una proliferación ocurrida una vez que se creó el sujeto “psi” llamado Niño, con sus características, sus etapas de evolución, etcétera. Esto no vuelve esa literatura menos legítima y conozco admirables artistas que la practican. No creo que Borges tenga razón cuando imagina: “Quien escribe para los niños corre peligro de quedar contaminado de puerilidad” (en el prefacio a las Obras completas, de Lewis Carroll, Buenos Aires, Corregidor, 1976) ni que en tiempos de Nathaniel Hawthorne “no había (sin duda felizmente para los niños) literatura infantil”. En cambio, pienso que si los niños conviven tan bien con esas historias casi de terror que vienen de la tradición europea, Charles Perrault, Hans Christian Andersen y compañía, ¿por qué no deberían ser expuestos a la literatura leída por los adultos?
Hablé de la literatura mediada por la voz materna. Me pregunto si yo “leía” cuando mi madre leía para mí. Pienso que sí. Es verdad que a los tres, cuatro, cinco años yo no sabía descifrar las letras, pero “leer” es una actividad que va más allá de un chato ejercicio exegético de vocales y consonantes.
La etimología del verbo leer resulta significativa. Legere, en latín, quiere decir “escoger” –y también vienen de esa raíz palabras hermosas como “inteligencia” y “elegancia”, pero quedémonos en la idea de opción, de elegir. Elijo cuando leo y elijo cuando oigo. El chico que oye a su madre leer también lee. Yo sabía que leía en la voz de mi madre.
Después vinieron las sopas de letras. Los libros para niños. Me aburrían. Recuerdo mejor las historias que venían acompañadas de dibujos. Un libro sobre la vida cotidiana en China, los manuales de la escuela, jugar a leer las propagandas en los carteles callejeros. Leía sin gran placer los relatos moralizantes de la escuela, con niños y familias ejemplares. Los libros sin ilustraciones yo los descartaba, ni pensar en leerlos. Uno de Emilio Salgari, grueso, ilegible. Lo usaba para escribir por encima, o hacer borradores de deberes escolares.
Para mí, el milagro sucedió con poemas. Era una Historia de la literatura española, y decía “con Antología”, un libro para normalistas argentinas que cayó en la casa de mis padres como un meteorito. Fue una revelación. Primero la sorpresa de ver que el idioma podía tomar la forma de versos y organizarse en grupos que se llamaban estrofas. Y que eran como música. Rimas, asonancias, una música que estaba en el lenguaje, que entreoía a veces y de la que los adultos no parecían ser muy conscientes.
Aquel chico empezó a leer sonetos clásicos. No importa lo que leía/elegía en los sonetos. Y es claro que debía leer/elegir lo que un niño de edad escolar puede entender. Pero los leía, e iba más lejos, los memorizaba. Si eran música, ¿cómo no guardarlos en la memoria? Las canciones se cantan, las poesías se dicen. O se recitan, pero no siempre me gustaba una señora que “recitaba” poemas en la radio que mi madre oía en aquel Montevideo de los primeros años cincuenta. Después de la radionovela de las 22 horas venía esa recitadora, con sus poemas dichos con énfasis, antes de un programa donde el locutor anunciaba “un piano en la noche”, y durante el cual caía en el abismo del sueño infantil.
Siempre pensé que si después fui poeta, eso se debe a los poemas que leía, miraba, elegía, decía de niño. Puede haber sido lo contrario, a saber, si aquel chico se sentía tan interpelado por los poemas que aparecieron en la casa, eso se debió al hecho de que él era poeta. No sé. ¿Es posible ser poeta avant la lettre? Pero si acepto que mi identificación con el chico migrante de De Amicis venía de las migraciones que me cercaban y que yo mismo protagonizaría, ¿por qué no podía ser un niño poeta? Así: niño-poeta-que-todavía-no-escribía. O escribía sin escribir.
Un último detalle. Se habla últimamente sobre la muerte del libro, su sustitución por la pantalla del computador, por el ebook, etcétera. Es posible, aunque yo pertenezca al mundo analógico no me opongo a la idea de nuevos “soportes” para la lectura. También me interesa la literatura oral y las experiencias de la oralidad en poesía. Sólo querría que mi historia –la de tantos niños que oyeron libros– sirva para recordar ese viejo “soporte”, poco mencionado, definitivo y tan íntimo: la voz materna.
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