Libros para gente bajita
Portada de "Dalia" de Carolina Sanín y "En orden de estatura" de Ricardo Silva Romero.
Reportaje
Los niños no eligen lo que van a leer y, aun así, en torno a la literatura infantil se ha formado toda una maquinaria editorial. ¿Será esa la razón para que cada día más escritores para adultos se lancen a la tarea de escribir para niños?
Manuel Kalmanovitz G.
Publicado el: 2011-05-03
A comienzos de este año, se dio un escándalo en la escena literaria inglesa. Martín Amis, reconocido por su lengua cáustica y opiniones inflexibles, dijo que quizás escribiría un libro para niños si “sufriera una lesión cerebral”. Los escritores para niños, claro, se indignaron. La cita era demasiado provocadora como para dejarla pasar.
Pero más que provocar, la declaración condensaba cierta visión de la literatura infantil y de los niños en general como una especie de adultos con un cerebro menos capaz, con un cerebro lesionado.
Aunque, para ser justos y volviendo al contexto de la cita, el punto de Amis no era solamente ese. Después de decir lo de la lesión cerebral continuó: “De otra forma, estar consciente de a quién dirijes tu historia es un anatema para mí, porque, como yo lo veo, la ficción es libertad y cualquier restricción resulta intolerable”.
Entonces el insulto era más matizado. No es que los escritores para niños sufran de lesiones cerebrales: las sufre cualquiera que acepte limitar su libertad a la hora de escribir ficción (aunque el ejemplo inicial eran los libros para niños).?Pero al mirar el panorama editorial, está claro que muchos autores serios y profesionales, sin el menor síntoma de lesión cerebral, disfrutan al ceder un poco de su libertad para escribirle a esas criaturas bajitas y a veces desdentadas que son los niños. De hecho, parece que, al contrario, es todo un placer aceptar las restricciones que conlleva esa empresa.
En Colombia, Carolina Sanín, Ricardo Silva, Óscar Collazos, Evelio Rosero, Antonio Caballero y Yolanda Reyes, entre otros, han escrito tanto textos para niños como novelas para un público adulto que, aclara Silva, “no son novelas porno”.
Es curioso que al preguntarles qué encuentran muchos de estos autores en el proceso de dirigirse a niños o a jóvenes, contrario a las restricciones que desvelan a Amis, se sienten liberados por el ejercicio.
Collazos, que ha escrito dos novelas juveniles, La ballena varada (1994) y En la laguna más profunda (2011), habla de “un mayor grado de libertad al imaginar situaciones que corresponden al universo infantil, muy exigente en la verosimilitud”.
Y Silva, que ha escrito una novela, En orden de estatura (2007) y un cuento corto, dice haber tenido la sensación de estar escribiendo “con el sentido del humor más libre, todavía más consciente de cada palabra y despojado de cierto cinismo que lo protege a uno de los lectores que se imagina mientras está escribiendo”.
Sanín también está de acuerdo con la idea de que los libros para niños exigen un lenguaje más preciso y depurado. “Como si cada frase, cada idea y cada imagen tuviera una sola oportunidad, un solo aliento; no podía enmendarse, si era desafortunada, con una mejor frase posterior”, dice la autora de Dalia, publicada el año pasado.
Las dudas sobre la naturaleza de los niños y sobre cómo dirigirse a ellos, no son nuevas. En 1966, C. S. Lewis escribió un ensayo titulado Tres formas de escribir para niños en los que señalaba, como su título indica, tres aproximaciones posibles a esta tarea.
La primera, no muy exitosa en su opinión, consiste en tratar de imaginar qué quieren leer los “niños modernos” y dárselo. Ahí, el autor cumple el papel de antropólogo o sociólogo o analista de mercados, investigando esta población misteriosa y tratando de producir lo que desea, un poco en abstracto, como cuando tratan de inventar una nueva gaseosa que satisfaga todos los deseos de todos los segmentos del mercado.
La segunda es parecida superficialmente. El autor quiere satisfacer a su audiencia, pero se trata de un niño particular, como Lewis Carroll a Alice Liddell o Clarice Lispector a sus hijos en La mujer que mató los peces o Antonio Caballero a su hija en Isabel en invierno, buscando complacer a esa audiencia reducida. Acá el riesgo de lo abstracto desaparece, y sucede que el impacto que quiere tenerse en este ser particular es contagioso y transmisible a toda clase de desconocidos de contextos muy distintos.
Y la tercera consiste en escribir relatos infantiles por ser “la forma artística que mejor se adecúa a lo que tienes que decir”, es decir, pensando solo en lo que se quiere escribir, en los intereses del autor, sin preocuparse mucho de los deseos imaginados o no del público.
Quizá para estos autores que oscilan entre las novelas para adultos y las infantiles, la primera aproximación no sea verdaderamente un riesgo; al fin y al cabo, no tienen que escribir para niños. “No pienso en los niños cuando escribo ‘para ellos’”, dice Collazos. “Pienso en el adulto que está escribiendo experiencias de niños”.
“Asumo al niño lector como una especie de núcleo de una persona”, dice Sanín. “Y también como una persona en cuya vida las preguntas están más presentes que las experiencias”.
Yolanda Reyes, una de las grandes expertas en el tema de la literatura infantil en el país, fundadora de la librería El Espantapájaros, pedagoga, columnista y autora de cinco novelas infantiles y una para adultos, cree plenamente en la tercera aproximación de Lewis.
“Es el libro mismo y el proceso de construcción el que te da el tono, el que te dice quién es el posible lector al que le hablas en ese momento. El libro te arma un público y el resto es mercadeo editorial”.
En esta parte del océano bibliográfico, la del mercadeo, los libros infantiles y no infantiles existen en orillas muy distintas. La razón es sencilla: los niños pocas veces eligen qué leer. Quien escoje es lo que la industria conoce como “el mediador” y que Reyes llama “el prescriptor”: la figura de autoridad (léase maestro, familiar, librero o bibliotecario) que decide por ellos.
Entonces los elementos que las editoriales utilizan rutinariamente para vender un libro para adultos (carátulas llamativas de mujeres abrazando tipos descamisados, alabanzas de críticos literarios, prestigio del autor, premios recibidos) no necesariamente resultan útiles en este mercado.
Es en este punto donde la organicidad de la que habla C. S. Lewis y de la que gozan los autores se fractura. Porque los mediadores no necesariamente son expertos en literatura infantil y las editoria-?les necesitan mecanismos para guiarlos, por lo que comienzan a meter a los textos en ciertas colecciones, categorizadas por edad, temas, lenguaje y otros criterios.
“Para quien quiere regalar un cuento, o quiere uno para su hijo/a, es una información útil, sobre todo teniendo en cuenta la gran cantidad de títulos que salen al mercado”, explica Jael Gómez, asesora pedagógica de Editorial Norma. “Sin embargo, estas recomendaciones que hacen las editoriales en las portadas de los libros no deben ser criterio exclusivo para la selección”.
Otra particularidad en la orilla del libro infantil es la importancia del mercado institucional, las bibliotecas, los colegios, los centros comunitarios y hasta las cajas de compensación que son una versión a gran escala del poderoso mediador.
El tamaño exacto de este mercado es difícil de calcular, pero Nancy Ceballos, gerente de la línea literatura infantil y juvenil de Norma, dice que ha aumentado recientemente gracias a que “la preocupación del Estado por generar políticas de lectura también ha sido mayor”.
“La importancia de la formación de lectores para la construcción de una sociedad más justa y equitativa hace que todas las instituciones educativas y gubernamentales tiendan sus esfuerzos hacia dotación de materiales de lectura y de programas de fomento”, dice.
Ese mercado robusto (aunque vergonzosamente pequeño al compararlo con México o Brasil) es otro incentivo para escribir para niños. Porque resulta que, además de poderle escribir a una versión esencial del adulto o de tratar temas que simplemente le interesen al autor adulto, los libros infantiles se venden.
“Su público no está en el mercado de librerías, lo que es una lástima, sino en las instituciones de enseñanza”, explica Collazos. “Lo que sucedió con La ballena varada desde que la publicó Alfaguara en Colombia y Siruela en España, hace 16 años, es que tiene dos re-ediciones anuales”.
Lo mismo le pasó a Ricardo Silva que ha tenido el honor y la desgracia de ver pirateada En orden de estatura. “Y ha venido, creo yo, unas cinco veces más que las novelas que he hecho para adultos”.
Pero es un camino difícil. Luminarias como Vargas Llosa, Pérez-Reverte, Rosa Montero o José Saramago han publicado libros infantiles que fueron recibidos más bien fríamente.
Es entre estos autores tan consagrados, con Nobel a bordo, donde puede verse más claramente cierto oportunismo editorial. Por ejemplo La flor más grande del mundo de Saramago, se vende como libro infantil sin advertir que se trata de un fragmento extraído así no más de Las maletas del viajero.
“Pero no creo que sea el caso de los autores colombianos”, dice Yolanda Reyes. “Se nota que todos estos libros, los de Carolina, Ricardo, Evelio, Óscar, vienen de un lugar de la infancia, de ese niño interior al que tenemos acceso a veces, quizá temprano en la mañana”.
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