lunes, 11 de agosto de 2014

UN VISTAZO A LOS CINCUENTA (II y última), Hugo Gutiérrez Vega

Hugo Gutiérrez Vega
Un vistazo a los cincuenta (II Y ÚLTIMA)



Nahui Ollin. Foto: Edward Weston
Don Andrés Zaplana debe ser considerado como pionero de las campañas a favor de la lectura. Su librería de San Juan de Letrán era gigantesca y sus promociones de libros a precios especiales eran constantes. Basta una anécdota para calibrar el temple moral de este hombre que amaba los libros y apoyaba a los lectores: una mañana, después de desayunar en el café La Blanca, entré a la librería e inicié mi periplo en la sección de libros en barata. Los precios oscilaban entre los 3 y los 25 pesos. Compré El misterio Frontenak, de Mauriac, Juan Azul; de Giono, algunos tomos de la novela Río de Duhamel, El diario de Luis Salavín. Hice mis cuentas y como podía comprar otros dos, tomé una novela de Martín Santos y tres historias cortas de Henry Camus James, entre ellas la inclasificable, gótica, poética y nunca psicológica Otra vuelta de tuerca. Don Andrés estaba en la caja, acompañado de dos ayudantes. Coloqué mis libros y la cajera empezó a hacer cuentas. Me percaté de que me había pasado de mi presupuesto original y de que me faltaban veinticinco pesos. Don Andrés se dio cuenta de que retiraba prudentemente dos libros y me preguntó las razones de mi arrepentimiento. Le dije que no me alcanzaba y que había hecho mal los cálculos. El benemérito librero colocó los dos libros junto a los ya registrados, sacó de su bolsillo los veinticinco pesos y me dijo: “Este es un regalo de la librería.” Pagué y, cuando estaba a punto de salir, me alcanzó don Andrés, chaparrito y entusiasta, y me dijo que en lo sucesivo tomara en cuenta que, como todos sus clientes, era un lector especial. Muchas veces volví a la librería de Zaplana, pero siempre procuré hacer bien las cuentas, pues era necesario apoyar a aquel hombre que amaba tanto a los libros y respetaba a los lectores. Salí a la calle con mi carga preciosa y me metí al Cinelandia para ver una serie de noticieros antiguos. En uno de ellos se daba la noticia de la invasión a Polonia y en otro había algunas vistas de la toma de posesión de Miguel Alemán. Comí, como un verdadero náufrago en la Peña Montañesa. El menú era amplísimo y te llevaban a la mesa la sopera para que te sirvieras lo que te diera en gana. Había caracoles, cocido montañés (ahora se diría cántabro), sardinas asadas y, para tomar el café con leche, unos sobaos (pastelitos de mantequilla fidedigna y un pedacito de quesada, la cumbre de la pastelería santanderina). Caminé por la Alameda para hacer la digestión y vi a lo lejos una asamblea de gatos jubilosos que rodeaban a una mujer alta y tremendamente gorda que les repartía comida. Me acerqué y la dama me dirigió una mirada verde y apacible. Fue entonces cuando me di cuenta de que era lo que quedaba de Carmen Mondragón, la que en vida había sido la gloriosamente hermosa Nauhi Ollin, pintora, modelo, viajera, pionera de las libertades femeninas y amante del Dr. Atl. Me hice el disimulado y me senté a verla y a repasar en la memoria algunos momentos de su historia sorprendente.

Caminando por la calle del Órgano (“pasa, güero, tengo radio”, voceaban las sexoservidoras, en su mayor parte gorditas y ya con sus añitos encima) me dirigí hacia el Tívoli. Pagué mi boleto, le di los subrepticios tres pesos al boletero y me senté a esperar el inicio de la función. En la puerta había un gran retrato de la bailarina y stripteaser Brenda Conde, que así se anunciaba: “Brenda Conde, la que nada esconde.” Fue, como todas las noches a esa edad, memorable. La imponente Brenda, a petición de un público interesado en cuestiones capilares, terminó su baile con un desnudo total deslumbrante; Harapos, el cómico de la enorme melena, albureó con el público y terminó la función con un baile folclórico y varios gritos patrióticos.

Continué por San Juan de Letrán. Caía una ligera lluvia, pero las rondas nocturnas no se inmutaban y llenaban la calle con risas y jolgorio. En Arcos de Belén doblé hacia la izquierda y, a los pocos pasos, entré al viejo edificio de apartamentos donde vivía mi tío Miguel. Subí los seis tramos de escalera cargando el Vea con sus muslos de color sepia, el Ja-Já y los libros de ese apóstol que me alegro recordar, don Andrés Zaplana.

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