Cualquier cadáver de Geney Beltrán Félix
En el nombre del hijo
En el nombre del hijo
La novela es siempre una exploración
de los misterios y los abismos del alma humana, tanto para el que la escribe
como para el que la lee. En Los
testamentos traicionados,
Milan Kundera apunta que todas las novelas buscan una respuesta a estas
preguntas: ¿Qué es un individuo? ¿En qué consiste su identidad? ¿Mediante qué
se define un yo? ¿Por lo que hace un personaje, por sus actos? ¿Por su vida
interior, pues, por los pensamientos, por los sentimientos ocultos? ¿Es capaz
un hombre de comprenderse a sí mismo? ¿Pueden sus pensamientos ocultos servir
de clave para su identidad? ¿O es que el hombre se define por su visión del
mundo, por sus ideas, por suWeltanschauung?
Al final del viaje que representa la
escritura y lectura de una novela, tanto el autor como el lector se encuentran
cada vez más cerca de desentrañar alguno de esos misterios, pero nunca del
todo, porque la novela es una promesa siempre incumplida. El autor sabe que nunca
logrará desentrañarlo por completo, que podrá acercarse pero nunca aclararlo
plenamente. En tanto, el lector llega hasta el final sin una respuesta
concluyente y muchas veces con más dudas de las que tenía al empezar. Sin
embargo, se siguen escribiendo y leyendo novelas, y así será durante un buen
tiempo, pues la novela es el artefacto perfecto para sumergirse en otros
mundos, parecidos o muy diferentes al que vive el lector, pero que siempre
aluden a las preocupaciones y los problemas del alma humana.
En su segunda novela, el crítico y
narrador Geney Beltrán Félix (Culiacán, Sinaloa, 1976) nos sumerge en los
intrincados y tormentosos vericuetos del alma de un personaje de nombre
singular —Emarvi Arellano Vélez—, que se nos presenta al principio de la historia
con una vida anodina y pedestre, con dos salvedades: su padre se suicidó de un
balazo en la sien a los 73 años de edad, cuando él era apenas un adolescente, y
su hermana y confidente Arinde acaba de morir víctima del cáncer. Dos muertes
que le pesan y torturan por diversas razones. Emarvi (nombre compuesto por una
rara deformación de “Omar”, porque a su padre le sonaba “como nombre de gordo”)
emigró de Culiacán a la Ciudad de México para estudiar en la universidad, con
el sueño de convertirse en escritor y después emigrar de nuevo a París, adonde
quieren irse a vivir los que han leído la Rayuela de Julio Cortázar. Sin embargo, todas sus ilusiones
se han ido al carajo: obligado a casarse por embarazar a la novia, trabaja en
una oficina burocrática como editor de libritos sin importancia. Luego de un
desgastante divorcio, es el distante padre de un niño de siete años, Adrián,
con el que no encuentra forma de relacionarse.
Ese parece ser el problema principal
de Emarvi: su incapacidad de establecer contacto profundo con los personajes
que pueblan su asfixiante realidad: la castrante ex esposa, la bisoña y
suculenta ex amante, la metiche compañera de trabajo, el decrépito casero
alcohólico… Si acaso con la vecina Elvia —una joven aspirante a pintora,
condenada a la silla de ruedas a causa de un accidente automovilístico,
permanentemente angustiada por las desgracias ajenas— parece armar algo
parecido a una amistad. Como un perpetuo Meursault —el personaje deEl extranjero de
Camus—, Emarvi deambula por las calles de la ciudad, arrastrando su angustiante
frustración, pensando demasiado y actuando muy poco, soñando con escribir una
novela imposible, que quizá sea esta que estamos leyendo:
Una novela que vomite. Que vocifere
su furia, que respire con enojo, hastiada de seguirle creyendo a la escritura
sus ímpetus pudibundos. Que convoque en su prosa distintos niveles de la
existencia, que vaya de lo elevado a lo sórdido, del lirismo a la crudeza, del
estrépito al laconismo. Una novela que no use guantes de seda, que no tome el
té de las cinco. En cambio, un libro áspero, que lacere y perturbe, que tense
las palabras no con el estruendo fácil del amarillismo sino a partir del asedio
de una violencia interior, solapada: una sintaxis que se vulnere sin gratuidad,
sólo tácitamente y desde adentro, y que ese, inmaduro pero necesario, sea su
estilo, a raíz del silencio que asfixia, y que en la página estalla.
Una novela así, por una intuición
solitaria.
Su vida acontece en el pasado
alternativo de un México que no fue, pero que pudo haber sido, muy parecido al
de 2005, con movilizaciones en apoyo a un político de izquierda, Pérez Gracia,
a quien se le quiere impedir que contienda en las próximas elecciones
presidenciales; la población se polariza en un ambiente de violencia y
crispación social como ominoso telón de fondo. De pronto sobreviene la
catástrofe: el secuestro de Adrián, el hijo de Emarvi. Pero ni siquiera eso
hace reaccionar al protagonista: se encaja una borrachera de órdago y
desaparece varios días hasta que encuentran el cadáver del niño, al que le han
extraído órganos vitales, en un lote baldío. Sólo entonces lo acomete algo
parecido a la culpa, pero ya es demasiado tarde: cuando quiere conocer el lugar
donde hallaron el cadáver de su hijo unos policías le propinan una golpiza:
La culpa es una pasión narcisista. Es
como si el mundo se estuviera destruyendo no allá lejos, no fuera sino desde mi
adentro, y sus vísceras aquí bajo mi piel estallaran. Y así uno ya no es un sí
mismo sino un tejido descompuesto o roto ya indistinguible en todo ese gigante
que viene disolviéndose. Uno se desmorona fundiéndose con él. Y ya no hay nada,
salvo el dolor de la culpa, una obsesión voraz.
La culpa tiene una lucidez
inhabitable. Que de nada sirve.
Todo esto sucede en la primera parte
de la novela, que consta en su totalidad de 39 capítulos repartidos en cuatro
secciones. Emarvi abandona la ciudad sin rastro. Apenas le deja a la vecina
Elvia el manuscrito de una novela, “la historia de un ex empleado de correos
que luego de meterse en problemas por violar correspondencia había decidido
encerrarse en su cuarto y no salir para nada, temeroso de que la policía
viniera por él” (que podría ser una versión alternativa de la primera novela de
Geney Beltrán: Cartas
ajenas, Ediciones B, 2011). Elvia se
angustia por la repentina desaparición de Emarvi, luego de la tragedia que le
ha sucedido. Yoli, la hermana mayor de la paralítica, a quien inexplicablemente
Emarvi nunca le ha caído bien, sentencia: “Lo que creo que es que la gente se
merece lo que le pasa… Hay gente que tiene que joderse, y punto. De eso se
trata”.
¿Pero
qué ha hecho Emarvi? ¿Qué es lo que supuestamente está pagando con tanta
tragedia que lo persigue? Nos enteramos entonces de que Emarvi ha regresado a
Culiacán en busca de algo parecido a la redención. Ahí se nos revela la parte
oscura del personaje. En el pasado se ha comportado como un soberano hijo de la
chingada, que fornicó con la esposa de su mejor amigo, a la que luego golpeó,
humilló y abandonó. Paradójicamente, el Emarvi (con el artículo por delante,
para aludir a la forma coloquial en que los culichis se refieren a los nombres
propios de las personas) parece sentirse a sus anchas en el terruño, a pesar de
que la violencia del narco está a la vuelta de la esquina. La verdadera
violencia es de otro tipo, silenciosa y soterrada. Emarvi trata de enmendar
—fantasiosa, inútilmente— el daño que ha hecho. Escribe cartas imposibles al
hijo muerto, se inventa las motivaciones del suicidio de su padre, quiere
hacerse cargo de los hijos de la amante despreciada, conversa con el
desenfadado Farid, su hermano mayor, sobre sus culpas y el torcido sentido de
la hombría (“De lo que hiciste, no es ni bueno ni malo, te diré. Todos los
hombres venimos a este mundo a madrearnos a una mujer. Una, por lo menos.
Después, cada quien conoce sus límites. Ésa es la prueba: ¿hasta dónde son
capaces de llegar estos puños una vez que se han soltado sobre un cuerpo
indefenso?”).
Geney Beltrán Félix
© Moramay Herrera Kuri
La novela comienza con la escena del suicidio de su padre y una
pregunta que merodea como un ave de rapiña por encima de toda la obra: “¿cómo
entender qué significa ser hijo de alguien?”. En Humano,
demasiado humano, Friedrich Nietzsche escribió que “cuando no se
tiene un buen padre, hay que hacerse con uno”. Lo que trata de desentrañar la
novela de Geney Beltrán Félix es lo contrario: ¿cómo se hace uno hijo? De
repente, al personaje lo asalta una certeza: “Para ser, hay que ser hijo…, hay
que nacer debiéndole a alguien estas glándulas violentas, los agentes
carcomidos que nadan en la sangre”. Emarvi se entera, luego de que le leen su
carta astral, de que tiene un aspecto inarmónico en Saturno llamado “la herida
de Quirón”, el centauro mitológico al que su padre Cronos abandona y su madre Fílira
rechaza por su naturaleza dual y monstruosa.
Es sabido y reconocido que Geney Beltrán Félix se ha destacado
como el crítico literario más importante de su generación. Las coordenadas
iniciales de su quehacer como tal se encuentran en el libro de ensayos El
sueño no es refugio sino un arma (Textos
de Difusión Cultural UNAM, 2009) y sus textos críticos aparecen cotidianamente
en múltiples publicaciones. Siempre resultará interesante leer las incursiones
de un crítico en la creación netamente literaria. Hay cierto tufillo de morbo
en la comparación: ¿ejercerá en su propia escritura lo que le exige a la de los
otros? Es evidente que Geney Beltrán domina con desenvoltura un amplio
repertorio de recursos literarios, los cuales ha puesto en juego en este libro,
logrando aciertos innegables: una estructura intrincada, con innumerables
saltos temporales, cambios de voces y registros estilísticos, pero que no
dificulta el flujo narrativo sino todo lo contrario: lo lanza desbocadamente
hacia adelante, hasta la inevitable debacle final del personaje. No por nada,
con apenas un libro de relatos publicado (Habla
de lo que sabes, Jus, 2009) y una novela entonces aún inédita,
Esther Seligson (que no se distinguía por el obsequio de elogios fáciles)
escribió que como narrador Geney Beltrán “es dueño de un estilo severo por
directo y claro, directo por neto y sin concesiones estilísticas, neto por
darle a las palabras el peso de su más pura esencia”. Todo eso lo refrenda con
creces Geney Beltrán enCualquier
cadáver.
¿Y si en el escribir está la culpa? Porque si en la realidad
sólo somos responsables de nuestros hechos, en la escritura seríamos siempre
sospechosos por nuestros deseos y miedos —que son lo mismo: los deseos la forma
transparente, éstos la forma oblicua de nuestra congelada voluntad.
Qué es eso de creerle a la escritura una pureza. Engañosa la
palabra; se vale de la vanidad, el embeleso, la necesidad de consuelo. Porque
al final del día, pasada cualquier actitud frívola, queda la contranoche de lo
escrito: y la bala que alevosa se fuga, el cuchillo que abre la carne es su
concreción, el testimonio último, y el más elocuente. Lo que tiene su
nacimiento en la prosa se vuelve adulto allá afuera, en el mundo.
El día que todos callen, cuando nadie piense ni fabule, el día
del silencio: ese día la raíz quedará limpia, y los hijos nacerán con altos
cuerpos invictos. Y no habrá nadie.
Toda novela es su propia teoría de la novela, pero al mismo
tiempo es un artefacto de lenguaje que adquiere independencia a plenitud en
cuanto es habitada y experimentada por el lector. La novela es una máquina que
dialoga consigo misma, con el lector, con otras obras del autor, con otras
novelas, con la literatura universal y, sobre todo, con el mundo. La novela
crea su propio mundo mediante el diálogo con el mundo externo del que se
desprende e independiza para sobrevivir a veces años, a veces siglos. Su
vigencia se explica por la complejidad y multiplicidad de relaciones que
establece sobre todo con el lector y el mundo (la circunstancia) en que le toca
experimentar a aquel.
Cualquier cadáver es
una exploración sobre el origen y los alcances del mal, desde aquel que se
manifiesta en el crimen y la violencia social, hasta el que anida en lo más
profundo de los seres humanos, incluso en aquellos que parecen las personas más
normales y funcionales del mundo. Y paradójicamente, a pesar de su paisaje poblado
de muertos y desolación, Cualquier cadáver es una novela impetuosa y viva, “una
negación reiterada de la muerte”, como el propio Geney Beltrán caracterizó la
obra de Macedonio Fernández en su primer, notable libro El
biógrafo de su lector. Guía para leer y entender a Macedonio Fernández (Tierra Adentro, 2003).
A diferencia de muchas novelitas inanes que abordan por encima
los estragos de la violencia que vivimos y abarrotan los estantes de novedades
de las librerías, Cualquier cadáver es una novela amarga, nada
complaciente, que no da concesiones al lector; como la que soñó escribir el
propio Emarvi: una novela que no usa guantes de seda, que no toma el té de las
cinco; un libro áspero, que lacera y perturba. Es decir, una novela necesaria
sobre estos tiempos para estos tiempos.
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Geney Beltrán Félix, Cualquier cadáver, Ediciones Cal y arena, 2014, 232 pp.
Geney Beltrán Félix, Cualquier cadáver, Ediciones Cal y arena, 2014, 232 pp.
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