AGO 16 2014.
POR JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ
Como toda tribu nómada en busca de
territorio, nuestra familia, formada por Margarita Bermúdez y José Agustín
Ramírez, nacidos en los años cuarenta, y por Andrés, Jesús y José Agustín
Ramírez Bermúdez, nacidos en los años setenta, se desplazó con una geometría
irregular dictada por la economía, el paisaje, el árbol genealógico. Mi padre
era hijo de un piloto aviador del ejército mexicano, quien era a su vez hijo de
un sacerdote. Mi madre nació en la ciudad de México, conoció en la escuela
preparatoria a José Agustín, y escapó de su casa para vivir con él. Entiendo
que se han casado tres veces: en los años sesenta, y luego una década después,
tras una temporada de divorcio; finalmente, en los años ochenta, bajo el rito
católico, para dar gusto a mi abuelo materno, preocupado por la salvación de
nuestra alma o de nuestro perfil social. Pero tengo fotos de un cuarto
matrimonio celebrado en los años noventa solamente por la pareja, en una
iglesia de Cuautla, Morelos. Hincados, reciben la comunión, vestidos con ropa
blanca, sin ornamentos. ¿Era una misa conmemorativa? ¿Celebraban sus bodas de
plata? Todo depende de quién lleva la cuenta.
Cuando mi padre vivió en la
cárcel, estuvieron separados siete meses, pero la relación se fortaleció. El
relato según el cual mi mamá lo visitó diariamente, para llevar comida, no es
otra criatura literaria. Ni en sus peores pleitos el escritor ha dejado de
honrar los días en que una mujer le dio de comer a un presidiario.
Vivimos un tiempo junto al río
Churubusco en la ciudad de México. Cuando los regentes del Distrito Federal
decretaron el encarcelamiento de los ríos, la decisión de migrar se convirtió
en destino. Junto a las barrancas del río de Cuautla, mi abuelo paterno, el
capitán Augusto Ramírez, construyó la casa que sería nuestro hogar tras algunos
años de aventura en Estados Unidos. En esas barrancas, mi padre concibió la
historia de un indígena morelense que alcanzaba una alta jerarquía en la
policía judicial y dirigía una banda de asaltantes y asesinos. La novela es Cerca del fuego, publicada en 1985; su historia se prefiguró
durante la estancia en la cárcel de Lecumberri, como puede leerse en el texto
“La novela que Lucio escribe”, publicado en La Jornada Semanal que dirigía Roger
Bartra: “Un día, mi viejo y libra amigo Juan Tovar me contó que esa madrugada
Elsa —Cross, su esposa en aquella época— soñó que unos ancianos le indicaban
que él tenía que ir a visitarme y decirme que, a partir de ese día, anotara
todos mis sueños, pues de allí saldría una novela. Por supuesto, me pareció el
colmo de la buena onda que un sueño ordenara que se escribieran otros sueños;
juzgué que un aviso de esa índole no era para ignorarse, y me propuse anotar
mis sueños; esto es, tan pronto los tuviera, pues hasta ese momento apenas
recordaba dos o tres en toda mi vida”. Mi padre relata que a partir de ese
momento comenzó a soñar con gran intensidad.
Hoy, en el estudio y biblioteca de mi
padre, mi hermano Agustín me revela una cantidad enorme de cuadernos de aquella
época. Algunos tienen una letra tan pequeña que nadie, ni siquiera el autor,
logra descifrarlos. La mayoría son cuadernos de sueños: el origen de Cerca del fuego y los libros de relatos No hay censura y No pases esta puerta. La investigación
onírica se proponía estudiar los mecanismos narrativos de la ensoñación, y el
entramado de la vida inconsciente que se manifiesta en secuencias de sueños
interconectados. Las mejores historias de horror de mi padre se inspiraron en
estos cuadernos: textos como “Transportarán un cadáver por exprés”, que coloca
una cámara lúcida en un deplorable adicto a los inhalables y le obsequia al
lector un frenesí nocturno, sexual, truculento. En el cuento “Es el cielo” se
narra el testimonio de una experiencia opresiva posterior a la vida del cuerpo.
“Cómo se llama la obra” es una respuesta al Buñuel surrealista en una comedia
metafísica acerca de perros muertos. La atmósfera de estos relatos expresa la
desesperación silenciosa de un escritor que salía de la casa en las noches, con
su taza de café, para escribir en el estudio-biblioteca diariamente hasta las
dos o tres de la mañana. “Me encanta el infierno” describe la repugnante
tensión erótica entre el Pellejo y el Licenciado, en el ambiente carcelario.
Juan Villoro calificó a esta pieza como un “koan gore”. Se trata también de un
homenaje a El apando, de José
Revueltas, a quien mi padre conoció en la cárcel de Lecumberri, junto a otras
celebridades del subterráneo nacional. Estos textos descienden también de
las Notas del subsuelo, de Dostoyevski,
el presidiario lejano que nos hermanaba más; el inconformismo radical del
personaje era muy seductor, pues nuestra familia soportó una cierta
marginalidad en el ambiente literario de México, rigurosamente excluyente.
Fuimos extranjeros en Estados Unidos; en el estado de Morelos éramos
inmigrantes en territorio indígena: mis tenis panam no eran apropiados junto a los huaraches de cuero de mis
compañeros, y mi español era tan inadecuado en las escuelas de habla inglesa de
California, como lo era frente al náhuatl de mis compañeros en Tetelcingo.
El escritor y su esposa/ARCHIVO FAMILIAR DE JESÚS
RAMÍREZ-BERMÚDEZ
Fui consciente poco a poco de la
imagen de José Agustín como poeta maldito, adicto a drogas psicodélicas y gurú
del desmadre rocanrolero. Pero fue común encontrar lectores decepcionados al
cruzar la puerta de nuestra casa, porque esperaban encontrar un paraíso de
mujeres desnudas y jeringas en el antebrazo. La historia del padre ausente por
asuntos de drogas o enredos no la encuentro por ninguna parte cuando escarbo en
los recuerdos. Su sistema de autoridad era clásico, vertical, basado en la
presencia. Mientras viví con mis padres, comimos y cenamos juntos casi siempre.
El desayuno es punto y aparte: como todo noctámbulo respetable, José Agustín se
despertaba al terminar la mañana. Mi madre, sintonizada con el paisaje natural,
pensaba en una sana dieta naturista y contemplaba la lentitud de las nubes en
el agua, mientras el padre y los tres hijos discutían las intrigas policiacas,
violentas, la trama mitológica o futurista de la novela o la película, mediante
saltos atropellados y exclamaciones vehementes, hablando todos a la vez, en una
típica fuga de ideas polifónica. Lamento mucho la circunstancia de Margarita.
Convivir con cuatro cavernícolas fue un reto a la altura de su talante
budista. La estridencia de Roger Waters, Van Morrison, Mick Jagger, Jimi
Hendrix, tan solo aumentaba la densidad masculina por metro cuadrado.
Ante todo tengo
presente las noches en que mi padre nos contaba El asno de oro, de Lucio Apuleyo: el protagonista de Cerca del fuego toma ese nombre, Lucio, y hereda el impulso
espiritual de transformarse a sí mismo. En su traducción al inglés, Robert
Graves comenta el título original de esta novela latina: Las transformaciones de Lucio Apuleyo de
Madaura. La alquimia llena
de humor y malicia de aquel filósofo platónico, convertido en asno por intrigas
eróticas, dirigía hasta cierto punto el mundo emocional de mi padre. La herida
abierta de la cárcel, con su derrame paranoico, le pedía recrear diariamente la
pesadilla de la noche previa, pero la exigencia perfeccionista, impuesta por sí
mismo, obstaculizaba el deseo de dejarse llevar por la escritura. Un día la
mano incluso se paralizó. La parábola de aquel combate literario puede leerse
en el epígrafe del capítulo “El gran hotel Cosmos”, tomado de una canción de
Dire Straits: Angel of mercy, angel of light,
give me my reward, give me heaven tonight. La historia bíblica de Isaac, acerca del combate nocturno
con el ángel de Dios, para conseguir una bendición definitiva, es al menos en
parte el guión subterráneo de la novela. Cuando mi hermano Andrés nos prestó la
novela de Gustav Meyrink El ángel de la ventana de occidente, quedamos maravillados. José Agustín fue lector devoto
de El Gólem, pero la historia de los alquimistas y ladrones
que buscan la bendición del ángel de occidente le hablaba al oído: en algún
momento del libro un rabino pregunta cómo llamar la atención del ser supremo de
indiferencia sublime: ¿cómo dar, literalmente, una bofetada en el rostro de
Dios para interesarlo en los asuntos humanos?
Los criterios
cuantitativos para el writer’s block varían
muchísimo entre un escritor y otro. Desde su prefiguración en la cárcel, hasta
su finalización, mi padre se quejó de la dificultad para escribir esta novela,
y sin embargo ahora observamos las decenas de cuadernos de escritura a mano,
con letra diminuta: más de mil cuartillas de ficción. Contemplamos asombrados
los dibujos simbólicos y los mandalas, las libretas de sueños, de textos
autobiográficos, de narrativa realista o de pleno surrealismo urbano
contemporáneo, incluso las fabulaciones futuristas. Un capítulo hiperrealista
de Cerca del fuego sobre un terremoto que destruye la ciudad de
México tuvo que ser retirado del libro, porque años después sucedió realmente
el terremoto de 1985, y la novela no pudo publicarse antes; ante el riesgo de
que la anticipación literaria fuera leída como realismo periodístico, su
decisión fue publicarlo en 1988 como un cuento independiente, bajo el título
“En la madre, está temblando”. Ante los lados B de su obra literaria, que
forman pilas y pilas de documentos, mis hermanos y yo concluimos lo más obvio:
somos hijos del escritor que construye una novela de mil cuartillas sobre las
dificultades para vencer una sola página en blanco.
La historia central de nuestra infancia
fue Mono, de Wu Cheng-En. Mi madre preparaba la cena en la
luz naranja de la cocina, mientras él nos leía durante meses la historia del
chango de piedra que despierta en el mundo y despliega su poder conquistador,
basado en el talento natural. Se trata de un estudio sobre la irreverencia
hacia los sistemas legales, religiosos, morales, y hacia los propios dioses: la
identificación de mi padre con el personaje era perfectamente esperada si
hablamos de un escritor nacido en el año chino del chango, que abandonó su casa
a los 16 años para alfabetizar a los campesinos de Cuba, como puede leerse en
el Diario de un brigadista: un escritor que había
publicado una novela y se casó dos veces con dos mujeres llamadas Margarita
antes de cumplir veinte años.
El mono realiza desastres
hilarantes en el reino del cielo, humilla al Emperador de Jade y engaña a Lao
Tse: el gran filósofo del siglo VI antes de Cristo lo encierra en su horno
alquímico, pero el mono evade la aniquilación al refugiarse en el hexagrama del
viento, dibujado por él mismo dentro del horno. Encerrado en la montaña de los
cinco elementos, mediante una fórmula mágica dictada por el Buda Tathagata, el
mono espera la eternidad, pero recibe en forma inesperada la misión de
acompañar al monje Tripitaka, quien debe llevar las escrituras sagradas del
budismo, desde India hasta China.
José Agustín y Margarita Bermúdez en una de sus
tres bodas,
ca.1963/ARCHIVO FAMILIAR DE JESÚS
RAMÍREZ-BERMÚDEZ
José Agustín nos leyó este cuento chino
con la misma consciencia privada dedicada a Las transformaciones de Lucio
Apuleyo: si un filósofo platónico acusado de sostener comercio con
los demonios puede descender a la vida animal, entonces un mono de piedra dotado
con la intuición de vivir puede transformarse en Buda. Una vez, mientras
escuchaba en la recámara la lectura en voz alta, me quedé sentado en el piso de
mosaico rojo. Un alacrán pequeño caminó por mi muslo y yo no dije nada. Esperé
a que descendiera de mi pierna y siguiera su camino, bajo la cama, hasta que
estuvo lejos de mi conciencia. No informé de este suceso a mi padre ni a mis
hermanos, y la historia de Lucio Apuleyo o del mono mitológico siguió su curso.
Quizá no lo dije porque hice un pacto secreto con el alacrán: él no me picaría
si yo guardaba el secreto. ¿Tal vez guardé silencio para no interrumpir el
relato?
Con ternura, mi padre se reía de
la relatividad histórica de la literatura, que dibuja a los monjes taoístas
como villanos en la novela de Wu Cheng-En, aunque mi madre y yo éramos, en lo
esencial, súbditos felices de las palabras de Lao Tse y su Tao Te King, anterior a la separación entre filosofía
y poesía. Mi padre fingía no entender a Lao Tse cuando afirma: el Tao que puede
nombrarse no es el Tao verdadero. Pero en secreto mi padre creía en el poder de
la literatura para recordarnos la meta del conocimiento: alcanzar una
conciencia anterior y posterior a toda palabra. En esta paradoja crecimos y
aprendimos a vivir; en la contradicción nació nuestra inteligencia. Esta
meditación hecha de palabras no encuentra la irradiación definitiva del espíritu
anterior a toda literatura. Pero guarda el entusiasmo de un padre que comparte
un mito personal, tan sincero como lo han sido siempre los secretos.
*Fotografía: José Agustín y su
familia/GRACE QUINTANILLA.
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