FACUNDO ABALO.
EL MOVIMIENTO SUBREPTICIO DEL DÉBIL
Facundo Abalo, director de la
Editorial de la Universidad de La Plata (EDULP) y director de la revista Maíz.
Lo comercial y lo masivo nunca
gozaron de buena prensa en los círculos intelectuales.
Lo comercial se miró con desconfianza
desde las posiciones que rechazaban inscribirse en las lógicas del mercado.
Pero, paradójicamente, mientras muchos críticos se dedicaban a la descripción
aséptica de las condiciones de funcionamiento del mundo (haciendo una
epistemología apolítica de la desesperanza), había otros que convirtieron hasta
las manifestaciones más subalternas de la cultura en fetiches académicos. Para
unos la historia había muerto. Para otros la historia de sus currículum estaba
mas viva que nunca.
Por otra parte, lo masivo arrastró
otros maleficios. Siempre asociado con lo ligero, fue vinculado con las
practicas degradadas y degradantes de la cultura popular. Escandalizó, con los
estertores de Frankfurt que llegaron como ecos, a aquellos que analizaban,
producían y participaban de un campo cultural mas dedicado a custodiar las
puertas de ingreso que a ampliar sus limites. “La Cultura”, así en singular,
siempre vio con espanto la fiesta del monstruo.
Históricamente, los suplementos
culturales de los diarios hegemónicos han tenido su marca de origen en esta
clave. Iluminaron una porción de la cultura, unos ciertos bienes culturales,
para ciertas personas que se suponía tenían los capitales para disfrutarlos.
Trazaron una línea de exclusión (otra más) entre los que “tenían cultura” y
todos los otros que parecían tener sólo el control remoto.
Pero, mientras estas publicaciones
consagraban lo existente (y consagraban lo existente para unos pocos), había
otra batalla silenciosa que se desplegaba en los bordes. El movimiento siempre
subrepticio del débil.
Revistas como Crisis, Punto de
vista, Pelo, Contorno, Cerdos & Peces, Humor o El expreso imaginario, por nombrar sólo unas pocas, fueron erosionando los
contornos del campo cultural y traficando por sus poros otros sentidos de lo
que también merecía ser llamado cultura. La fuerza disruptiva de estas revista
puso en evidencia el obsoleto sentido iluminista que anidaba en los diarios
nacionales. Era el momento de salir del agujero interior, los estertores de la
dictadura y los primeros brotes de la primavera alfonsinista. Se empezaba a
pensar que los dinosaurios podían desaparecer.
Sin embargo, este desplazamiento
hacia la cultura no puede pensarse por fuera de cierto tono de fracaso de la
década anterior. Ahí donde ya no se podía hacer política, se resistía desde la
cultura. No era poco, claro, pero era distinto.
De la euforia democrática muchas
promesas quedaron sobre el bidet. El espacio que se había abierto comenzó a
cerrarse como un embudo, y todo lo que había salido en estado salvaje cuando el
fin de la dictadura abrió la puerta, empezó a domesticarse al ritmo de un
mercado acostumbrado a triturar hasta la presa mas difícil y volverla canapé
para vernissage.
Los noventa fueron tiempos en que los
repliegues de las resistencias se mezclaron con la triste aceptación de las
derrotas culturales. Fue el tiempo de las odaliscas y de los tapados de visón.
La política se iba adelgazando y reemplazando por el confeti.
Los suplementos culturales se
fascinaron con los fetiches post. En la década del vaciamiento nacional la
literatura sólo hablaba del vacío interior. La Patria era uno y sálvese quien
pueda. De los artistas plásticos se pasó a los arquitectos que pintaban. Del
lienzo a las video instalaciones. El teatro se vistió de ropa de calle y tramas
cotidianas. La épica de lo domestico. En un mundo donde todo era artificio y
simulacro la música se volvió demasiado ligera.
Tuvieron que pasar los golden-nineties
para que el movimiento cultural volviera a estar en sintonía en el vaivén de la
historia. Hubo que festejar un Bicentenario en las calles, disputar el
monopolio de la palabra y pelear por un matrimonio igualitario. Hubo que
enunciar que la única batalla que merecía darse era la cultural. Pero en un
sentido de la cultura cargado nuevamente de la densidad de lo político. Lo
cultural reafirmó, entonces, su modo de ver el mundo en conflicto con la
dominación.
Durante estas décadas las revistas
culturales del circuito alternativo fueron la caja de resonancia de todos estos
desplazamientos. Problematizaron desde sus páginas los repliegues y las
ofensivas. Incluyeron notas sobre antropología, filosofía y sociología como
parte de la discusión cultural. Incorporaron la dimensión económica de la
cultura como problema para pensar las desigualdades. Propusieron más y mejores
mundos. Y sobre todo, nunca dejaron de salir.
Lejos de los vaticinios de extinción,
en la actualidad existen más de 300 publicaciones culturales alternativas al
circuito hegemónico, que editan 350 mil ejemplares mensuales y cuentan con
1.400.000 lectores por mes.
Lo interesante es que la mayoría de
estas propuestas se enmarcan en el derecho a la comunicación como un derecho
humano inalienable y tienen detrás un colectivo autogestivo que las sostiene a
partir de pensar en la dimensión transformadora de la cultura, en articulación
con otras áreas sociales.
A la par de esto, y según datos proporcionados por la Dirección Nacional de Industrias
Culturales, en el año 2013 se registraron 26.000 nuevos ISBN (especie
de documento de identidad de los libros), mostrando un crecimiento impactante
de la producción editorial en relación a los 7.300 que se habían registrado en
el 2002
La inversión del Estado en políticas
culturales fue de 3.000 millones de pesos en el 2013, siendo, obviamente la
cifra más alta de la década, teniendo en cuenta que en 2001 fue de 200
millones.
A pesar de la contundencia de las
cifras, todas las revistas se vieron obligadas a tolerar los embates
impositivos, los cepos mafiosos a su circulación (llegar a los kioscos de
revistas en Buenos Aires, por ejemplo, implica dejar como peaje el 55 % del
precio de tapa a la única distribuidora que tiene monopolizada la tarea y
acuerda beneficios para los grande medios) y los costos de una pelea dada, como
siempre, en los términos del que más tiene.
El enorme avance para la
democratización de la palabra que significó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (y
el fascinante proceso que le dio origen a partir del debates en foros a lo
largo de todo el país con la participación de organizaciones civiles, radios
comunitarias y carreras de comunicación de universidades públicas) creó las
condiciones de posibilidad para que se presentara recientemente el proyecto de Ley que reconoce y fomenta la Comunicación Autogestiva e
Independiente de las revistas culturales alternativas. Quizá, por si quedara algún distraído, es
necesario aclarar que la independencia acá es un grito pelado contra los
poderes económicos concentrados de los monopolios informativos.
El proyecto, presentado por Jorge Rivas,
funciona como complemento perfecto para amplificar la pluralidad de voces
informativas y diversificar contenidos y estéticas. Así, el Estado reconoce
explícitamente la función social de las revistas culturales y protege nuestro
derecho a estar informados. El reflector deja de iluminar una porción
restringida de la cultura, para visibilizar todas las producciones que circulan
a lo largo y lo ancho del país. La cultura deja de ser un adorno. El movimiento
del débil empieza a tener sabor a revancha.
Exigir un tratamiento impositivo más
justo para con el sector, un sustento económico de parte del Estado destinado a
redistribuir los recursos destinados a los medios de comunicación, el acceso
prioritario a licitaciones y concursos, y el acercamiento de los mecanismos de
difusión y circulación estatales a través de sus instituciones, son algunas de
las coordenadas que guiaron la iniciativa.
La apuesta conlleva a la discusión
sobre el rol del Estado y su relación con la sociedad civil, poniendo en juego
nuevos sentidos sobre lo estatal, lo público y lo común. Frente a las fuerzas
indomables y siempre naturalizadas del mercado, la que respondió fue la
política.
En una cuadricula trazada desde las
posiciones de privilegio, comercial y masivo son malas palabras cuando la
lengua la tienen los poderes concentrados. A partir de la nueva ley, comercial
puede significar mejores reglas para las revistas culturales, y masivo una
mayor y mejor circulación. En ese caso, bienvenido. Y si el Estado aparece como
garante, tanto mejor.
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