lunes, 23 de junio de 2014

MEMORIAS DEL LÍBANO, Hugo Gutiérrez Vega



Hugo Gutiérrez Vega
Memorias del Líbano


Ruinas romanas en Tyro, sur de Líbano
La segunda vez que fui al Líbano el viaje estuvo lleno de peripecias y de problemas de logística. Recibí instrucciones precisas de la Secretaría de Relaciones en el sentido de que debía organizar a marchas forzadas mi presentación de credenciales como embajador de México ante el presidente Haraoui. Hablé con mi colega embajador de Irán en Atenas para pedirle que actuara como intermediario con el grupo armado de Hezbollah que tenía tomado, desde hacía varios años, el aeropuerto y controlaba todas las operaciones. Al día siguiente mi colega me informó que todo estaba arreglado y me indicó que debía hacer mis arreglos de boletaje con la línea aérea libanesaMEA. Le pedí a mi jefe de cancillería, el ministro González Magallón, que me acompañara en el viaje y se hiciera cargo de todos los arreglos con el protocolo libanés. Salimos de Atenas una mañana ligeramente nublada, hicimos escala en Chipre y, bajo la lluvia, llegamos a Beirut. Los guerrilleros cumplieron su promesa y dejaron pasar al jefe de protocolo de la presidencia, quien amablemente nos orientó y los trámites fueron rápidos y sencillos.

Nos instalaron en un hotel (uno de los pocos que se mantenían en pie) que era una especie de bunker, ya que ahí me habían destinado los jefes del Estado Mayor del ejército Sirio. Apenas entré en mi habitación sentí el saludo del general Aoun en forma de misil que pasó por encima del hotel. Fingí una valentía helada y me quedé parado en la puerta del cuarto. Los guardias sirios que vigilarían mi habitación durante todos los días de mi estancia en Beirut deben haberse quedado impresionados ante mi puesta en escena del papel de embajador imperturbable. En ese momento tuve la tentación de meterme debajo de la cama. Logré vencerla y el general rebelde dejó de poner en entredicho mi valor sereno.
Me recogieron en el hotel, vestido de blanco y con corbata negra como lo indicaba el protocolo de verano, y me treparon en un especie de carro de guerra blindado y aparatoso. A los pocos minutos llegamos a las puertas del improvisado Palacio Presidencial. Nos recibió un destacamento del ejército libanés, vestido con ropa de faena, y una banda de música con uniformes de gala. Nos paramos para escuchar una versión rápida de los himnos de los dos países y entramos en un elevador que en lugar de subir bajó cuatro pisos, ya que el presidente despachaba en una especie de refugio subterráneo. Haraoui, por su sencillez y cortesía, hizo las cosas fáciles y rápidas. Entregué credenciales y me senté junto a él para iniciar la conversación protocolaria. Hablamos de México y de la comunidad libanesa, y me explicó algunos aspectos espinosos de la situación de ese momento que mantenía en vilo el general cristiano Aoun, quien estaba en contra de todo y de todos y que, desde su refugio, lanzaba misiles a tontas y a locas sólo con el propósito de hacer notoria su actitud rebelde. Sostuvimos la conversación el presidente, cristiano maronita, y el primer ministro, de fe musulmana, como lo indicaba la tradición libanesa. De acuerdo con ésta, si el presidente es musulmán, el primer ministro debe ser maronita. Esta práctica tolerante dio varios años de estabilidad al país. A la mitad de nuestra charla, el general rebelde empezó a mandar bombazos a diestra y siniestra. Esta situación me obligó a permanecer en el bunker, charlando con el presidente de todas las cosas del cielo y de la tierra. Pasó una hora y cesó el bombardeo. Pude salir, abordar el animal blindado y llegar al hotel, otra vez con el impulso contenido de meterme debajo de la cama.

Esa noche bajamos al restaurante del jardín del hotel, donde habían preparado un apetitoso mechui. Pedimos nuestro cordero y unos refrescos y, cuando llegaron los primeros platillos y el delicioso pan árabe, empezó a tocar una orquesta siria y se levantó a bailar una niña de unos trece años llena de sonrisas y de gracia. Todo se sentía normal y relajado cuando, de pronto, el general de marras volvió a lanzar sus bombas. El hotel ofrecía condiciones de seguridad que sólo consistían en grandes bloques de cemento armado,  pero el silbido y las detonaciones eran impresionantes. Pensé que todo iba a acabar y que correríamos hacia algún refugio.

Nada pasó: la orquesta siguió tocando, la gente siguió comiendo y la pequeña siguió bailando.

Les seguiré contando mis aventuras libanesas.

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