martes, 24 de junio de 2014

RESPONSO POR UN POETA DESCUARTIZADO, Efraín Huerta


Centenario del natalicio de Efraín Huerta (18 de junio de 1914, Guanajuato - 20 de febrero de 1982)

Responso por un poeta descuartizado

Claro está que murió —como deben morir los
poetas, maldiciendo, blasfemando, mentando
madres,
viendo apariciones, cobijado por las pesadillas.
Claro que así murió y su muerte resuena en las
malditas habitaciones donde perros, orgías,
vino griego, prostitutas francesas, donceles
y príncipes se rinden
y le besan los benditos pies;
porque todo en él era bendito como el mármol
de
La Piedad
y el agua de los lagos, el agua de los ríos y los
ríos
de alcohol bebidos a pleno pulmón,
así deben beber los poetas: Hasta lo infinito,
hasta
la negra noche y las agrias albas
y las ceremonias civiles y las plumas heridas del
artículo a que te obligan,
la crónica que nunca hubieras querido escribir
y los poemas rubíes, los poemas diamantes,
los poemas huesolabrado, los poemas
floridos, los poemas toros, los poemas posesión,
los
poemas rubenes, los poemas danos, los poemas
madres, los poemas padres, tus poemas...
Y así le besaban los pies, la planta del pie que
recorrió los cielos y tropezó mil y un infiernos
al sonido siringa de los ángeles locos y los
demonios
trasegando absintio
(El chorro de agua de Verlaine estaba mudo), ante el azoro
y la soberbia estupidez de los cónsules
y los dictadores, la chirlería envidiosa y la
espesa idiotez de las gallinas
municipales.
Maldiciendo, claro, porque en la agonía estaba en su derecho
y porque qué jodidos (¡Jure, jodido!,
dijo Rubén al niño triste que oyó su testamento), ¿por qué
no morir de alcholes de todo el mundo si todo el mundo es
alcohol y la llama lírica es la mirada de un niño con la cara
de un lirio?
Resollaba y gemía como un coloso crisoelefantino
hecho de luces y tiniebla, pulido por el aire de los Andes,
la neblina de los puertos, el ahogo de Nueva York,
la palabra española, el duelo de Machado, Europa
sin su pan.
Rugía impuramente como deben rugir todos los poetas
que mueren (¡Qué horror, mi cuerpo
destrozado!)
y los médicos: Aquí hay pus, aquí hay pus —y nunca
le hallaron nada sino dolor en la piel
limpios los riñones heroicos, limpio el hígado, limpio
y soberbio el corazón
y limpiamente formidable el cerebro que nunca se detuvo,
como un sol escarlata, como un sol de esmeraldas, como
la mansión de los dioses, como el penacho de un
emperador azteca, de un emperador inca, de un guerrero
taíno;
cerebro de un amante embriagado a la orilla de un dulcísimo
cuerpo, ay, de mieles y nardos
(su peso: mil ochocientos cincuenta gramos: tonelaje de poeta
divino, anchura de navio),
el cerebro donde estallaron los veintiún cañonazos
de la fortaleza de Acosasco
y que luego...
Claramente, turbiamente hablando, hubo necesidad
de destrozarlo, enteramente destazarlo como a una fiera
selvática, como al toro americano
porque fue mucho hombre, mucho poeta, mucha vida,
muchísimo universo
necesariamente sus vísceras tenían que ser universales,
polvo a los cuatro vientos, circunvoluciones repletas
de piedad, henchidas de amor y de ternura.
Aquí el hígado y allá los riñones.
¡Dame el corazón de Rubén! Y el cerebro peleado, de garra
en garra como un puñado de perlas.
Aquel cerebro (¡salud!) que contó hechicerías y fue sacado
a la luz antes del alba;
y por él disputaron y por él hubo sangre en las calles
y la policía dijo, chilló, bramó:
¡A la cárcel! Y el cerebro de Rubén Darío —mil
ochocientos cincuenta gramos— fue a dar a la
cárcel
y fue el primer cerebro encarcelado, el primer
cerebro entre rejas, el primer cerebro en una
celda,
la primera rosa blanca encarcelada, el primer
cisne
degollado.
Lo veo y no lo creo: ardido por esa leña verde,
por
esa agonía de pirámide arrasada,
el poeta que todo lo amó
cubría su pecho con el crucifijo, el crucifijo, el
suave crucifijo, el Cristo de marfil que otro
poeta agónico le regalara —Amado Nervo—
y me parece oír cómo los dientes le quemaban y de
qué manera se mordía la lengua y la piel se le
ponía violácea
nada más porque empezaba a morir,
nada más porque empezaba a santificarnos con
su
muerte y su delirio, sus blasfemias, sus
maldiciones, su testamento,
y nada más porque su cerebro tuvo que andar
de
garra en mano y de mano en garra
hasta parecer el ala de un ángel,
la solar sonrisa de un efebo,
la sombra de recinto de todos los poetas vivos,
de todos los poetas agonizantes,
de todos los poetas.
19 de enero de 1967

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