domingo, 1 de junio de 2014

ESQUIRLAS TRÁGICAS DE LA LITERATURA ALEMANA, Juan Manuel Roca

Juan Manuel Roca
Karoline Günderode, Walter Benjamin, Georg Trakl, Heinrich von Kleist,
Gottfried Benn y Alfred Döblin
Oksar Matzerath (el actor David Bennent), personaje de El tambor de hojalata,
película basada en la novela homónima de Günter Grass dirigida por Volker Schlondorff en 1979


“Hermoso como para matarse”, fue la expresión del poeta romántico Heinrich von Kleist cuando escuchó a Henriette Vogel cantar.

Con ella habría de suicidarse tiempo después a orillas de un lago en el camino de Postdam, no sin antes negarse a cenar y tras dejar una escueta nota en la pieza del hotel en el que se alojaban. “Cenaremos mejor esta noche”, escribió en la esquela, como si la muerte fuera un banquete de bodas, como si la muerte fuera un secreto de suave misterio compartido.
Esta rara e inquietante expresión, “hermoso como para matarse” tiene sin duda un sesgo profundamente germánico, el sentimiento de lo trágico, la honda pasión alemana que exalta la vida hasta la muerte en casi toda su literatura y en casi toda su lírica.

Marcel Brion, el agudo germanista de La Alemania romántica, habría de reincidir no pocas veces en ese aspecto cuando recuerda las palabras del poeta August von Platen, un aserto que parece dar continuidad a la expresión de Kleist tras escuchar el canto de Henriette Vogel: “Quien haya contemplado con sus ojos la belleza está ya consagrado a la muerte.”
Por momentos, la de Kleist y la de otros creadores alemanes parece la misma estirpe de los empecinados alquimistas que buscaban el hallazgo de la moneda de una sola cara. La cara oculta del trasmundo y de lo escondido, cierta vocación ocultista que aparece en las obras de Hoffmann o de Novalis, quien reafirma sus pesquisas cuando dice que “todo lo visible descansa sobre un fondo invisible; lo que se oye, sobre un fondo que no puede oírse, lo tangible sobre un fondo impalpable”.

Kleist, tras acometer sin tregua cientos de peregrinajes por todos los rincones de Alemania, un poco al garete, como judío errante albergado en sí mismo, al igual que en su desazón frente a la vida social o en sus equívocos encuentros amorosos, daba la impresión de alguien que sentía el paso de la vida y del tiempo mientras miraba con impaciencia su necrómetro.
Stefan Zweig, el escritor austríaco que escribiera tan agudas semblanzas de escritores alemanes, fue otro escritor marcado con tizne por la tragedia. Hubo de padecer la primera gran guerra europea de 1914, una guerra que sólo terminó para que Alemania entrara, con Adolfo Hitler a la cabeza de un ejército exultante de necio patriotismo, a una nueva y feroz confrontación. Luego vendría la persecución nazi, el miedo, el exilio antes de su suicidio en Brasil.

Zweig escribió en La lucha contra el demonio algo muy certero sobre el derrotero de Kleist que parece ser también el camino, el rechazo y la atracción del propio escritor austríaco y de tantos otros escritores alemanes: “Sabe perfectamente a dónde lo empuja esa fuerza desconocida, al abismo, pero lo que ya no sabe es si verdaderamente huye de ese abismo o si marcha a su encuentro.”

Páginas después, en el mismo estudio sobre la vida del autor de Pentesilea, agregaría que Kleist “es el gran poeta trágico de Alemania, no por su propia voluntad, sino porque forzosamente su naturaleza fue trágica, y su existencia, una tragedia”.

¿No podría decirse lo mismo de Hölderlin? ¿De Trakl? ¿De Paul Celan? Y entre los narradores, ¿no podía decirse lo mismo de Alfred Döblin, escritor expresionista y socialista del grupo Espartaco que acompañó a Rosa Luxemburgo? Tras huir de la Alemania nazi y recorrer como refugios de paso a Suiza, Francia y algunos lugares de América, retorna tras la caída del nazismo a morir, solitario y sin esperanza, en un hospital del sur de su país.
Quizá la mayor parte de los rasgos de tragedia que recorren la literatura alemana provengan de una fisura entre el individuo creador, el que no tiene señorío en un mundo hueco y calcáreo, y los pases magnéticos de la uniformidad social, de la resignación y la construcción colectiva de ese edificio sin bases que es la satisfacción.

Karl August Horst, estudioso de los caracteres y tendencias de la literatura alemana del siglo XX, señala que Thomas Mann sentía como una suerte de litigio el que raramente hubiera “correspondencia entre el genio y la sociedad”.

Esa escisión es de entrada un aspecto trágico que si bien asedia a todas las culturas y sociedades, tiene un acervo en Alemania que puede ir de Goethe o de Strindberg o de Georg Trakl a Gottfried Benn. Este último, que alguna vez fue atraído por el nazismo, no dejó de recalar en su “preocupación angustiada por el destino trágico del hombre”.

Hay tragedia en Nelly Sachs, alguien que llevaría al plano de sus poemas rasgos de la trágica tradición de la Biblia y, por supuesto, del Holocausto del pueblo judío: “Estamos tan lastimados/ que creemos morir/ si la calle nos arroja una palabra maligna./ La calle no lo sabe,/ pero ella no soporta tal carga;/ no está habituada a ver que se descerraje sobre ella/ un Vesubio de dolores.” (“Estamos tan lastimados”).

Hay tragedia en la obra de una solitaria del movimiento expresionista, Else Lasker-Schüller, en sus poemas escritos durante su exilio, poemas untados de una feroz melancolía y de una visión desgarrada del mundo: “En casa tengo un piano azul,/ y no conozco, sin embargo, una sola nota.”


El oscuro sentido

La discrepancia de los grandes creadores con su época, se dirá, no es propiedad de las letras alemanas, pero pocos como Nietzsche y el propio Mann han señalado con mayor agudeza la soledad del hombre libre y su deseo de crearse una moral particular, pudiera decirse que privativa de su genio, propia e irrevocable.

Podría hablarse de una suerte de pleitomanía de las letras alemanas en cuanto a la aceptación de su realidad social, no obstante que como nación se viera pastoreada por los pases hipnóticos de un mefítico caudillo.

Es trágico el suicidio de Karoline Günderode y trágica su poesía en donde “puede doler la dicha”, o el exilio de Hermann Hesse durante la primera guerra mundial; es prematura la amargura de Döblin, como es amarga la huida de Walter Benjamin de la Alemania nazi hacia el suicidio, o la mirada penetrante de Bertolt Brecht en torno a la miseria humana y la duda de cantar al árbol en tiempos sombríos, como recordándonos que en él, además del fruto, puede pendular el ahorcado. Es de la misma materia su “Epitafio”: “Escapé de los tigres,/ a las chinches alimenté,/ pero fui devorado/ por las mediocridades.”

Trágicos, amargos, son los versos de Paul Celan. Y trágica su muerte. Tras beber la “negra leche del amanecer” y padecer el sentimiento de que “la muerte es un maestro de Alemania” que “silba a sus judíos” y los “hace cavar una fosa”, termina por arrojarse a las aguas del Sena.
Trágicas son las palabras de Rilke: “El que ahora no tiene casa, no la construirá jamás,/ el que ahora está solo, lo seguirá estando largamente,/ y velará y leerá y escribirá extensas cartas,/ cuando las hojas sean arrastradas por el viento.”

Miedo y locura, sentimiento de “caída” y exasperación, conforman la vida de Georg Trakl. Su atormentado devenir que lo espera desde los resquicios del sueño y la droga, su inclinación incestuosa hacia su hermana Gretl (“hermana del tempestuoso desconsuelo”), la melodía interior que se le impone como un oscuro llamado, su creencia de pertenecer a una “raza maldita” y a la caída de Occidente, el ritmo de un espanto creciente frente al mundo, el abandono paulatino de la razón que hará metástasis tras la batalla de Grodek, son  signos de honda e inevitable tragedia, de inevitable fatalismo crepuscular.

Al estar obligado en su condición de enfermero del ejército, él, que podría haber sido el camillero de sí mismo, sin valor para mirar heridas sin ser herido por ellas; al estar impelido a asistir a un centenar de soldados moribundos, sufre un acceso de locura y con ello un primer intento de suicidio que poco tiempo después cumplirá en un hospital de Cracovia tras una sobredosis de cocaína.

Ni siquiera tras esa batalla que terminó siendo una batalla contra su vulnerada sensibilidad, lo abandona la lucidez lacerada que es la materia de sus versos: “La noche abraza/ a guerreros moribundos, la queja feroz/ de sus bocas destrozadas.”

Esas señales de su doloroso poema conforman el cuadro clínico de su pérdida de la razón. “Todas las calles confluyen en negra podredumbre”, dijo en uno de sus más estremecedores poemas.

Y otra vez Rilke, que contradiciendo a los viajeros que llegaban exultantes a París, diría:“¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hubiera pensado que aquí se muere.”

El sentido de lo oscuro, de los espacios vejados, de una geopatía de paisajes lacerados, es una fuente muy germana para la creación literaria y la pintura. No es que sea la única, pero sí posiblemente la más constante en sus letras. Ya lo decía María Luise Kashnitz, señalando el ámbito trágico de la historia alemana enmarcada en la europea: “Este continente arruinado,/ patria de la intranquilidad, del odio entre hermanos,/ de la revuelta, del pecado.”

Lo mismo ocurrirá con la poesía de Nelly Sachs. ¿No la suya es tragedia en el sentido griego del canto heroico? Es una lírica que canta con dolor el padecer del  pueblo judío a la llegada de Hitler: “los colores sin patria del cielo cuando anochece”.

No es que la literatura alemana sea una coral cantando la misma tonada. Es que hay, más allá de espurios nacionalismos, esos rasgos trágicos muy germanos en su poesía y en su literatura. Repito: no es que la tragedia sea privativamente un tema de las letras alemanas, pues es un asunto secular en toda la literatura. Pero creo advertir que uno de los más poderosos de esos rasgos es el sentido de lo trágico, de la inminencia del dolor y la caída. “El que ríe no ha recibido la terrible noticia”, afirmaba Bertolt Brecht.

Desde Goethe y Hölderlin. Con Hofmann y Georg Büchner, el impaciente que retomaba de la Revolución francesa la frase libertaria de “¡Paz a las chozas! ¡Guerra a los palacios!” Desde sus raíces medievales y aun sin tomar a Kafka como alemán, desde Lichtenberg hasta Walter Benjamin, con Karl Krauss y Gotttfied Benn, con Heinrich Böll o más recientemente con Hans Magnus Enzensberger (basta leer su dramático poema de largo aliento “El hundimiento del Titanic”), las letras alemanas no  escamotean la tragedia y la miseria humanas, con humor y con ironía no pocas veces, como aparece en los retablos esperpénticos de El tambor de hojalata, quizá la obra cimera de Günter Grass.

La tragedia, sí, vive a cualquier hora y en cualquier lugar del mundo preguntando por el domicilio del hombre. A lo largo de su magnífica y miserable historia ha sido un tema fundamental para el arte.

En todo ese encabalgamiento de angustias y frustraciones, de señales escritas desde el laberinto, se asiste a la persistencia del sueño y de las utopías, aunque, de nuevo, estas resulten una y más veces trocadas en pesadilla.

Pudiera colegirse que en algún amplio capítulo de una historia universal de la tragedia, los escritores alemanes llenarían un amplio espacio de la tormentosa escena. Ellos fueron, al mismo tiempo que corresponsales del sueño, severos e incansables estafetas que anunciaban el correo de la muerte, algo que la humanidad asocia con el espíritu trágico. Pero también, en muchos casos, fueron quienes más buscaron en los siglos XIX y XX un espacio liberatorio en el sueño de ver al hombre libre de servidumbres.

“Si un día –decía Heinrich Heine– la libertad tuviera que desaparecer de la superficie del mundo, un soñador alemán la reencontraría en el fondo de sus sueños.”

A lo mejor es esa búsqueda la que nos recuerda que en casi todos los ámbitos la libertad permanece amortajada.

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