¿Quién no ha soñado con ser un jugador de futbol?
É Uma Partida de Futebol, Skank
Marcelino Bernal coloca el balón en el manchón blanco. Alza el cuerpo, se persigna con una mano derecha lánguida, toma poca carrera, acerca la mano izquierda indecisa a la cara, como tapándola y —lo siguiente sólo lo sabe el portero Borislav Mikhailov, aunque todo México lo da por cierto— cierra los ojos. El balón no llega a la red.
México cae eliminado unos cuantos tiros penales después por Bulgaria en el Mundial de 1994.
Al minuto 16 del segundo tiempo, El Cabrito Arellano gana la carrera a la defensa en el contragolpe. Dispara al ángulo inferior izquierdo y el balón pega en el poste. Cuauhtémoc Blanco recupera el rebote y patea el  balón al centro del área. Luis Hernández tiene toda la portería abierta. Enfrente sólo está Andreas Köpke. El Matador estrella el tiro en el cuerpo del portero.
Klinsmann empata en los minutos siguientes y Bierhoff da la vuelta con un cabezazo quirúrgico. Alemania elimina a México en el Mundial de 1998.
Un día antes del gran partido, Javier Aguirre se sienta frente a los medios de comunicación. La gorra blanca con el patrocinador del uniforme le tapa la mirada. Agacha la cabeza para hablar por el micrófono. Le preguntan que si el otro equipo puede aprovechar la condición histórica de favorito, aunque México es un equipo que juega bien. “Me da la sensación que no somos favoritos de nadie […] y que no tenemos ninguna posibilidad”, responde. Los reporteros hacen sonidos de sorpresa. Al día siguiente, la selección es arrollada. Argentina gana con un cómodo 3-1 y deja fuera a México del Mundial de 2010.
“Hay tipos con suerte y otros que no la tenemos”, dice Jesús La Pulga Olguín, ex futbolista profesional. La historia de nuestros futbolistas, de nuestro futbol. “Suerte”. Si el balón no le hubiera dado al palo. Si no hubiera llovido. Si las condiciones se hubieran dado. Es algo que no se puede controlar. Eso nos decimos.
Desde chiquitos
“Tienes que ver lo que están haciendo en Alemania”, comenta Alberto Lati en un café afuera de Televisa Chapultepec. “Y tienes que ver lo que hacemos  en México”.
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Lati, quien vivió unos meses antes del Mundial de 2006 en Alemania, tuvo la posibilidad de inspeccionar su futbol a fondo. Algo fallaba. Ganaron el Mundial de Italia 1990 —a costa de un dudoso penalti marcado por el árbitro mexicano Edgardo Codesal— y después vino la crisis. Para ellos fue de proporciones épicas: no pasaron de cuartos de final durante dos mundiales seguidos.
Pero se reorganizaron desde abajo. La Federación obligó a los equipos profesionales a crear categorías inferiores, de fuerzas básicas. Mejoraron el nivel de capacitación de los técnicos en todos niveles. Construyeron canchas y crearon espacios públicos para jugar. Aumentaron la búsqueda de niños con talento. En 12 años regresaron a la final. En los dos siguientes campeonatos se llevaron el tercer lugar.
A pesar de la reconstrucción, nunca dejaron de lado la parte crucial del espectáculo: el aficionado. La Federación y los clubes acordaron reducir los precios de los boletos para que el público regresara a los estadios. Subsidiaron los gastos de transporte público para que la gente pudiera llegar.
En cambio, en México la causa va de más atrás, y la solución parece más lejana. “En México tenemos un problema de nutrición”, dice Lati. “Ve el caso de Diego Reyes”. Reyes, flamante fichaje del Porto de Portugal el verano pasado, ha jugado poco con el primer equipo del campeón de la liga portuguesa. El motivo: falta de masa muscular. Mide 1.93, según las estadísticas oficiales. Pero pesaba 65 kilos cuando llegó. Un jugador como el delantero inglés Wayne Rooney, que mide 1.76 pero tiene 79 kilos de pura masa muscular —no en balde fue boxeador—, lo puede tumbar con facilidad. A ocho meses de su llegada, Reyes apenas comienza a tener oportunidades.
Lo físico va de los dos lados. Tenemos jugadores muy flacos o muy pequeños —El HobbitBermúdez, quien fuera estrella del Atlante, mide 1.59— y jugadores pasados de peso.
“Si tú vas al América y entras a la tiendita de fuerzas básicas, lo único que venden son Twinkies, Sabritones y refrescos”, dice el periodista Martín del Palacio, columnista del sitiomediotiempo.
Por más que exista una cultura técnica que se enfoca en cómo pegarle al balón, cómo conducirlo, cómo organizarse en la cancha, los equipos mexicanos no cuidan dos aspectos fundamentales: el psicológico y el nutricional. “No se entiende que el futbolista es una extensión de la persona, que para que un deportista tenga éxito tiene que tener los hábitos correctos”, agrega Del Palacio.
No por nada México ocupa el primer lugar en obesidad y diabetes infantil, el segundo en obesidad adulta y es el principal consumidor de refrescos en el planeta.
Los espacios públicos para practicar deporte cada vez son menos, al revés que en Alemania. Es difícil encontrar un deportivo con canchas aceptables en la ciudad de México, ni se diga en el resto del país. La gran apuesta del gobierno del Distrito Federal ha sido la creación de “parques de bolsillo”, lugares donde difícilmente se puede jugar a la pelota.
Y es todavía más difícil encontrar a un scout de algún equipo profesional en zonas remotas. Los equipos no invierten en encontrar talento. Prefieren que llegue a ellos.
En cuanto a los aficionados, ellos son lo último en la mente de los equipos. Los boletos cada vez son más caros, y la empresa que muchos equipos contratan para venderlos añade cargos todo el tiempo. Para la temporada 2014, por ejemplo, el boleto más barato para ver a los Pumas es de 180 pesos más cargos, 219 pesos en total.1 Para ver al Bayern Munich, tal vez el mejor equipo de Europa, en los asientos más baratos, uno tiene que pagar 273 pesos. Ir a un partido de Primera División cuesta 54 pesos menos que ver al campeón de la Bundesliga. Y sobra decirlo, pero la diferencia del futbol entre ambos es muy superior a un tostón.
Hay ciertas cosas que no se pueden solucionar —la altura, por ejemplo— pero en lo demás no se trabaja o no se invierte. El futbolista se desarrolla como puede. En muchos casos, como el de Jesús Olguín, debe dejar la escuela. Pero nadie, salvo en contadas ocasiones, sustituye esa educación cuando un joven decide volverse futbolista.
“Me decían La Pulga
Jesús Olguín tiene 43 años y entre 30 y 40 kilos de sobrepeso. Hoy entrena niños de cinco a nueve años en la escuela de futbol de Abraham Nava, defensa central de los Pumas campeones en 1991.
Olguín supo desde los seis que quería ser futbolista; era lo que su padre amaba. Ingresó a la escuela del Atlante, que en ese entonces pertenecía al Instituto Mexicano del Seguro Social. Se desarrolló futbolísticamente ahí de los seis a los 12, entrenando por las tardes y en los fines de semana, enfocado en balón y en la táctica. La nutrición y lo psicológico eran temas que no se tocaban. Iba a la escuela, pero para él era algo trivial. Lo único que quería era patear una pelota.
Empezó de portero, aunque desde chico, recuerda, “me decían Pulga desde entonces”. De adulto no rebasa el 1.70. Pero ahí empezó. “Imagínate un portero enano”, dice. El equipo de su categoría era tan bueno que el balón nunca le llegaba. Así que cuando se acercaba un delantero, cometía falta. Todo para poder parar el penalti, todo para jugar. “Sufrí y sufro mucho cuando no estoy jugando”.
“A los 12 el mundo se me vino abajo”, recuerda. Su familia se mudó de Lomas de Sotelo, al norte de la ciudad, al extremo sur, Xochimilco. Se quedó sin equipo en plena secundaria. “Ahí es donde se pierden muchos. Ahí dicen ‘ai muere’. Te empiezan a interesar las fiestas, las niñas, y muchos se van”. Pero él siguió. Buscó un equipo en el sur. Tocó las puertas del Cruz Azul, en Acoxpa. Rápido llegó otro obstáculo. “Te discriminan por todo”, dice. Por llegar en coche. Por llegar en metro. Por llegar con tu mamá, por llegar solo. Y si no tienes contactos, no avanzas. “Tú gambeteas muy bien, le pegas muy bien, pero vete para allá”, le dijeron. En cambio, alguien que no sabía pegarle bien a la pelota, pero que era hijo de alguien más, alguien de apellido, él siguió.
El Atlante cambió de dueño una vez más —como es frecuente en el futbol mexicano— y abrió una escuela en Xochimilco. Olguín regresó tras un paso de dos años por el Cruz Azul. Pero se encontró con otro obstáculo, el techo. En las escuelas afiliadas a los equipos profesionales uno sólo puede llegar hasta cierto nivel, porque después ya no hay más.
“Tienes dos posibilidades”, le dijo su entrenador. “Irte a probar con otro equipo, o seguir en el Atlante. Pero vas a tener que ir muy lejos”. La siguiente filial del equipo estaba en la Magdalena Mixhuca, en Iztacalco y el equipo superior, al que llegó después, en Pantitlán. Olguín tenía que hacer viajes de horas para llegar. Comía en el camión. El gasto de pasaje, de tiempo y de comida era difícil para su familia. Hacía la tarea cuando regresaba en la noche, extenuado por jugar futbol todo el día.
La Pulga, cuya posición natural era en la banda izquierda de la cancha, respiraba futbol. Si no estaba en las fuerzas básicas, jugaba con el Huracán, el equipo local de Xochimilco. De hecho, siguió con ellos incluso después de que dejó la vida profesional. Llegó a ganar dos campeonatos nacionales en la categoría amateur.
“Me escapaba y me iba a jugar con ellos”, dice.
Cuando se fue a probar con la filial de Pantitlán, lo primero que le impresionó fue la cantidad de jóvenes que iban a lo mismo. “Veo a 300 chavos y digo no, pues no”. Lo citaron a las 10. Eran las dos de la tarde y las pruebas seguían. Él todavía no se presentaba con el entrenador que las estaba dirigiendo. Se armó de valor y se acercó. “El primer regaño lo recibí de inmediato. ¿Por qué no te formaste, cabrón?”. Hizo la prueba y al terminar el entrenador sólo le hizo una pregunta: “¿Quién te recomendó?”. Olguín dio el nombre de su entrenador. “Di su nombre y me quedé”, cuenta. “De regreso iba brincando en el metro de emoción”.
De inmediato tuvo que hacer cambios drásticos en su vida. Tuvo que mudarse de turno en la escuela, porque el Atlante le exigía entrenar diario por las mañanas. Terminó por arreglarse con los profesores: sólo iba a presentar exámenes. Así llegó a la preparatoria, jugando de tiempo casi completo con las reservas en el Atlante. En esa época —finales de los ochenta— no existían las categorías de hoy, sub-15, sub-17, sub-20. Sólo estaban “las reservas”. El pago era casi inexistente y las condiciones malas. El primer equipo viajaba en avión a los partidos, ellos iban en camión dos días antes. Llegaban sólo a jugar, y se iban poco después del silbatazo final. Todo con la promesa de ser llamados al cuadro de Primera División, en manos de Ricardo La Volpe, que se estrenaba como entrenador.
Pero su oportunidad llegaría pronto. Tenía 18  años, y el debut en las mayores estaba al alcance  de sus pies. No así para sus amigos. Olguín los iba dejando atrás. Algunos se perdían por la falta de dinero; no les alcanzaba para llegar al entrenamiento. Otros tenían que trabajar. Unos conseguían novia, preferían la fiesta. Otros descubrían el alcohol. Varios no llegaron por la falta de conexiones. Y a unos terminó por vencerlos la presión.
“Había uno que le decíamos El Sabritas, era un Hermosillo [en referencia a Carlos, goleador del Cruz Azul] con técnica. Donde agarrara la pelota era gol. Le pegaba con todo, cabeceaba, gambeteaba y era alto. Y le sacó. Estuvo conmigo en Xochimilco en Atlante, y ya cuando pasó por acá [reservas], se acabó”.
El Perro era defensa, algo raro entre los jóvenes. Todos querían ser delanteros y meter goles, casi nadie quería evitarlos. “Era maravilloso, pero le gustaba mucho tomar. Otro motivo más para no llegar. Lo mismo, le dio flojera porque lo regañaban porque llegaba crudo, y dijo ‘esto no es lo mío’”.
De los compañeros con los que ingresó a reservas, ninguno dio el siguiente paso. “Algunos se volvieron talacheros, otros microbuseros”, relata. “Y no está mal, pero podían tener otra cosa, algo que les apasionara”.
De ellos, La Pulga fue el que llegó más lejos. Se quedó a un gol de debutar en la máxima categoría. En ese entonces no se llamaba Liga Bancomer MX, sólo Primera División. Pero los problemas eran los mismos que aquejan a nuestro futbol el día de hoy.
“Siente tu liga”
La gravedad de la crisis del futbol nacional depende de con quién hable uno. “El trabajo que se hace en México no es el Barcelona, no es espectacular, pero tampoco es un desastre”, dice Del Palacio. “La liga mexicana es competitiva, aunque inconsistente”, añade Lati.
Pero si uno charla con Roberto Gómez Junco, ex futbolista y ahora analista para ESPN, el diagnóstico es contundente: “los equipos y los que toman decisiones son el problema. Los que están en la Federación responden a los intereses de los equipos, que muchas veces no tienen ni idea”.
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Todo comienza con la selección de jugadores. En la Liga Bancomer MX —cuyo cambio de nombre, o rebranding se dio a mediados de 2013— hay, desde hace décadas, un evento llamado “el draft”, inspirado en los fichajes profesionales de Estados Unidos. Allá, después de cursar casi toda la carrera universitaria o un año a partir de la conclusión de la preparatoria, los prospectos se arreglan con los equipos y firman un contrato. El jugador sólo participa en el draft una vez en la vida. Al terminar su contrato, es libre de arreglarse con alguien más.
En México es distinto: el draft es para cualquier jugador. Joven, a media carrera, o cerca del retiro. En el peor de los casos uno puede ir cada seis meses a buscar equipo. Aunque la Constitución garantiza el derecho al trabajo, los jugadores en realidad no son dueños de nada. Ni de sí mismos. En el draft los directivos los negocian como pedazos de carne. Y los dueños de los 18 equipos de Primera División se alinean. Las negociaciones sólo son entre directivos. El jugador entra una vez que se le avisa que debe reportarse con un nuevo equipo.
Luego viene lo que Del Palacio considera el verdadero problema: el cierre de registros. Si uno no se contrata con un equipo de Primera División, tiene que ir a buscar su suerte a otro país, o aventurarse a las categorías inferiores, que cierran contrataciones pocos días después. Es un salto al acantilado rocoso. “A los jugadores que no pueden contratarse en el draft los tienen ahí secuestrados. Le puedes decir a un jugador ‘si no firmas conmigo en este momento te quedas parado seis meses. Entonces firma conmigo por esta cantidad’. A mí eso me parece el verdadero crimen”, comenta.
A esto hay que sumarle lo que Gómez Junco llama “El pacto de cuatreros”, la infamia conocida en el resto del país y del mundo como “El pacto de caballeros”. Nunca escrito, es un arreglo tácito. Palabras más, palabras menos, es lo siguiente: un jugador, como Olguín, se forma en un club. El club le da un contrato profesional. El contrato termina, pero el jugador sigue sin ser libre. Si quiere fichar por otro equipo de la liga, tiene que pedir permiso. El dueño debe acceder, y el nuevo equipo debe pagarle dinero al dueño, aunque el contrato no diga nada. Si no hay acuerdo y el futbolista trata de incorporarse al nuevo equipo, el contrato se cae. Los dueños cierran filas y el jugador es vetado. Pierde toda posibilidad de empleo, incluyendo las ligas inferiores. Tiene que emigrar o permanecer parado hasta que pida perdón por ejercer sus derechos.
Éste ha sido el caso de jugadores como Antonio de Nigris. De Nigris, quien murió de un infarto en Grecia en 2009, pasó por muchas ligas después de salir de México, y nunca pudo regresar. Jugó en Colombia, en Brasil y en Turquía. En México tenía las puertas cerradas. Algo similar sucedió con Aarón Galindo, que salió de Cruz Azul. Estuvo en Europa casi tres años, y no jugó por uno, en lo que su situación en México se arreglaba. Lo repatrió Chivas, pero le tuvo que pagar dinero a Cruz Azul, aunque su contrato hubiera terminado años antes.
El pacto no es exclusivo de jugadores. También rige a los entrenadores. Y también “resuelve” cualquier controversia laboral. Es lo que sucedió con Carlos de los Cobos, ex entrenador del América. Al terminar su contrato, reclamó un adeudo, por lo que no pudo firmar con nadie por cuatro años. Sólo el Celaya le dio trabajo, pero por poco tiempo. Pasó en exilio otros nueve años. Primero en El Salvador y después en Estados Unidos. Apenas acaba de regresar.
Ése es sólo el comienzo de las irregularidades en nuestro futbol. Si uno hiciera un diagrama de la Liga MX, descubriría que hay baches de gran tamaño en todas las vertientes.
El segundo gran problema es el dinero. Los líos que envuelven en 2014 a la Liga MX y a la Federación Mexicana de Futbol (Femexfut) son monetarios. En los meses de febrero y marzo los jugadores de equipos como Chiapas FC (hasta hace poco Jaguares), Puebla y Celaya —afiliado a la Liga de Ascenso MX, la segunda categoría profesional— han llamado la atención nacional porque no han cobrado salario desde comienzos de año. De éstos, el caso del Celaya ha sido el más vistoso. Los jugadores se tomaron la foto oficial previa a un partido en marzo con bolsas de papel en la cabeza. El dueño respondió despidiendo al técnico por permitir la protesta, en lugar de liberar los pagos a los jugadores.
Y es que en el futbol mexicano no hay sindicatos. El único que ha existido fue breve, en la década de los setenta. El Necaxa intentó traspasar a su defensa central, Carlos Albert, sin consultarlo. Albert se alió con otros jugadores y formó la Asociación Sindical de Futbolistas Profesionales (ASFP). No llegaron muy lejos. Los dueños se aliaron y los doblegaron. La ASFP se desbandó en menos de un lustro.
En la actualidad existe una versión muy light de la ASFP, la Comisión del Jugador, que depende del propio organigrama de la Femexfut. “La Comisión del Jugador valdría la pena si funcionara”, dice Gómez Junco. El problema es que existe una total falta de unión en el gremio. “Los futbolistas que son figuras no necesitan de eso porque su misma calidad los defiende frente al dirigente […] Pero cuando están abajo y quieren movilizarse no encuentran eco. Tendría que partir de los futbolistas de arriba y no de los de abajo, como suele suceder”. Si yo soy la estrella del momento, no necesito aliarme con nadie; los dueños no me pueden tocar. Pero cuando me vuelvo viejo, y busco apoyo, nadie está ahí.
El caso ejemplar son los Gallos Blancos de Querétaro y el equipo Delfines FC (Ciudad del Carmen, en Ascenso MX), hasta hace poco propiedad de Amado Yáñez, director general de Oceanografía S.A. de C.V. Yáñez y Oceanografía se encuentran bajo investigación penal por defraudar a Banamex por 350 millones de dólares.2
Al iniciar la investigación, los fondos se secaron. Los jugadores de ambos equipos dejaron de cobrar, de recibir viáticos. Quedaron a la deriva. No fue hasta que el gobierno intervino a ambos equipos (a través del Servicio de Administración y Enajenación de Bienes, SAE, de la Secretaría de Hacienda) que las cosas cambiaron un poco. Pero en lo anímico los destrozó. Gallos Blancos ligó cinco derrotas al hilo después de darse a conocer la noticia del fraude a Banamex. “Estamos jodidos”, declaró Ignacio Ambriz, su entrenador, en una entrevista reciente.
Esto se debe en gran parte a la desorganización que existe a nivel de propietarios en el futbol mexicano. Aunque el Reglamento de Afiliación, Nombre y Sede de la Federación establece que cualquier persona física o moral que busque incorporarse al futbol mexicano debe presentar, según el artículo 15, reportes del buró de crédito, estados financieros y un análisis de situación fiscal por un contador público externo, la realidad es que muchas veces no se sabe quién es en verdad dueño de un equipo. El Veracruz, por ejemplo, ha cambiado de propietario una y otra vez. Ha habido fideicomisos, equipos con dueños compartidos, incluso se ha dicho que hasta con prestanombres. En algunas de las varias iteraciones del equipo, el gobierno del estado ha invertido presupuesto etiquetado para cultura y deporte en mantener a los Tiburones Rojos a flote. Se le han metido millones de pesos, hasta dólares al Veracruz, y hoy no se sabe a dónde ha ido a parar. De hecho, fueron desafiliados en 2011 por falta de pagos. Pero el equipo sigue en Primera División.
Éstas son mis reglas;
Si no le gustan, tengo otras
En teoría, nuestro futbol es simple. En Primera División siempre compiten 18 equipos (aunque durante unos torneos fueron 20). En la Liga de Ascenso varía el número. Esta temporada son 15. Luego viene la Segunda División, que en realidad son dos: la Segunda (en realidad la Tercera, conocida como Liga Premier) y la Liga Nuevos Talentos, la Cuarta División. En ambas ligas es donde se desarrolla a los futbolistas jóvenes, desde los 16 hasta los 21 años en la Nuevos Talentos, y hasta los 24 en la Premier.
Por debajo está la Tercera, que en realidad es la Quinta. La Tercera se divide en 14 grupos que van desde 10 a 18 equipos. Es un mundo aparte.
Mientras más baja uno, más cosas extrañas encuentra. Así como en el fondo del mar hay animales que viven sin oxígeno, en Segunda División hay equipos entrenados por computadora. Es el caso de los Murciélagos de Guamúchil, dirigidos vía Facebook y Twitter. La afición tiene gran peso en las decisiones técnicas y en los cambios de jugadores durante el partido. Contrario a lo que uno pensaría los Murciélagos ya obtuvieron un campeonato bajo la dirección de sus aficionados.
“Es el único equipo del país, y tal vez del mundo, aunque no quiero aventurarme a asegurarlo, que se maneja de esa forma”, comenta José Vázquez, el presidente de la Segunda División.
Pero ni la Primera División se salva de las rarezas. Según las reglas, el equipo que suma menos puntos en los últimos tres años, que no torneos (dos por año), desciende al Ascenso, por paradójico que suene.
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Pero el sistema no es parejo. Un equipo que acaba de ascender, por lógica, no lleva tres años en Primera. Entonces se le calculan los puntos conforme a lo que ha jugado. El coeficiente con el que se mide su desempeño, elaborado por la división de puntos entre partidos —llamado “porcentaje”, ni matemáticas sabemos— es más que volátil. El truco es enracharse. Con una serie de victorias, el equipo vuela a los primeros lugares de la tabla porcentual. Pero suma un par de derrotas y se atora en la tablita otra vez. Es como si en una carrera de 100 metros planos un competidor usara patines. Llega más rápido pero tiene mayor riesgo de caer.
Si el equipo no se enracha, siempre existe la posibilidad de cambiar las reglas. Claro, sólo si es un cuadro de renombre o de dinero. El Atlante, por ejemplo, descendió en 2001. Pero en realidad no lo hizo. Se le dio una solución ad-hoc. La Femexfut se sacó de la manga algo llamado “partido de promoción”, en el cual Atlante jugó contra un equipo de la Liga de Ascenso, entonces llamada “Primera A”. Por única ocasión, la liga tuvo 19 equipos. Subió el campeón, La Piedad, como debe ser, pero para evitar que uno de los grandes se fuera, se amplió el cupo y se le dio un salvavidas al equipo.
Atlante ganó el partido por goleada, se quedó en Primera y “la promoción” desapareció por arte de magia. Nadie la volvió a mencionar.
Si eso también falla, lo más fácil es cambiar de franquicia. Todo mundo lo hace. Acaba de suceder.  En el torneo de hace un año, el Clausura 2013, el equipo que debió de haber bajado era el Querétaro, y el que debió haber subido era La Piedad. Pero se inventó un draft extraoficial de equipos; Querétaro compró la franquicia de Chiapas, que a su vez compró la franquicia del San Luis. La Piedad subió pero se fue a Veracruz. Songo le dio a Borondongo. Ni los analistas de futbol sabían qué escuadras integraban la liga a principios del ciclo 2013-2014.
Aquí es donde apareció Amado Yáñez. El Querétaro bajó pero no bajó. La razón social que lo representaba se fue al Ascenso, pero una nueva versión, con  mismo uniforme, mismos jugadores, mismo escudo  y mismo estadio se quedó arriba. Las cosas cambiaron para mantenerse igual. Sólo fue cuestión de meterle dinero al asunto. Al equipo, no a los jugadores.
No eres 100% mexicano
En la lista de las grandes tribulaciones del futbol nacional faltan tres por mencionar: la calidad y el número de extranjeros que juegan en la liga, el número de televidentes y el nivel del arbitraje.
Durante la década de los noventa y a principios del siglo XXI, era común encontrar jugadores foráneos de calidad. Es cierto que por cada Mauro Camoranesi  —que pasó por Santos y Cruz Azul, y posteriormente fue campeón del mundo con Italia— o José Saturnino Cardozo —máximo referente histórico del Toluca— venían jugadores sudamericanos que pasaban semestres o años sin pena ni gloria. En esta década la gran mayoría de los extranjeros han caído en el segundo rubro. Es difícil nombrar a una verdadera estrella extranjera en la liga de 2010 para acá.
“No sé por qué estamos trayendo extranjeros de menor calidad. No es por falta de dinero, no es por cambios en el mercado. Me gustaría tener una solución al respecto pero no la tengo”, dice Del Palacio.
En el tema de los extranjeros y naturalizados hay varias contradicciones. Entre ellas que, como si fueran mercancía, se les imponen aranceles. La regla vigente existe desde hace más de medio siglo: cinco jugadores nacidos fuera de México por equipo.
En el DF, hasta 2005 sólo se podía alinear a cuatro al mismo tiempo, por un decreto presidencial emitido por Manuel Ávila Camacho a mediados de los cuarenta. Los jugadores naturalizados, con todo y que la Constitución les da los mismos derechos que a los ciudadanos nacidos en México, no tenían cupo. Sólo podía jugar uno por club.
En la última década la Federación se ha ido adaptando a la realidad. Comenzó por permitir que los jugadores naturalizados, dos años después de recibir su carta, fueran registrados como mexicanos en la liga. Ahora, en 2014, el requisito ha cambiado: con 10 torneos en México (cinco años) y pasaporte en mano, el jugador cuenta como mexicano. Cinco años de residencia es el tiempo que exigen las leyes mexicanas para poder solicitar la nacionalidad.
Ningún analista niega que haya futbolistas que se naturalicen porque han hecho su vida en México, como Darío Verón, de Pumas, o Antonio Naelson Sinha, de Toluca, que hasta a la selección nacional llegó.
“El caso de Sinha me parece muy distinto al de muchos otros que han proliferado después de él”, dice Gómez Junco. “Sinha llegó de 19 años acá [a México]. Es distinto a otros que han llegado en tiempos recientes y por conveniencia cercanos a una Copa del Mundo quieren ser mexicanos”.
Tal es la situación de Rubens Sambueza, mediocampista de las Águilas del América. Tras la llegada de su ex entrenador, Miguel Herrera, a la selección nacional, Sambueza alzó la mano para ser convocado. A pesar de que ya había jugado con Argentina en un partido oficial, ahora manifestaba amor por primera vez hacia la camiseta verde. A menos de un año de la Copa del Mundo. Sambueza sabía que la FIFA, el máximo organismo internacional de futbol, le negaría la posibilidad de jugar con México. Y aún así lo intentó. Incluso reconoció recibir “ayuda” en los requisitos burocráticos para obtener la carta de mexicano antes de lo normal. Ahora bien, podría argumentarse que Sambueza ya entendió una parte fundamental de la idiosincracia nacional: saltarse la fila para hacer el trámite.
Al inicio de 2014, 22 jugadores naturalizados estaban registrados como mexicanos ante la Federación, 27 esperaban concluir el proceso, siete contaban con doble nacionalidad por ascendencia mexicana y 75 tenían la posibilidad de naturalizarse.3
Por un lado, es claro que en una economía global es imposible limitar el ingreso de extranjeros a las filas laborales de México. Y es algo que sucederá más seguido. La Federación Mexicana de Futbol, por más que quiera, no está por encima de la Constitución.
No obstante, es imposible negar que si México quiere tener éxito a nivel nacional, necesita privilegiar la formación de futbolistas que puedan jugar con la selección. Y no es un problema exclusivo de México, en Inglaterra es todavía más claro. La liga inglesa, con todas las trabas de ingreso que tiene para jugadores extranjeros —deben cumplir con un mínimo de partidos jugados con su representativo nacional para garantizar que sólo extranjeros de calidad ingresen a la liga—, se encuentra poblada por jugadores nacidos fuera. El Arsenal, siempre en los primeros lugares de la tabla, ha llegado a alinear equipos de 11 extranjeros. El resultado ha sido que la selección inglesa, desde 1966, año en que fue anfitrión del mundial y lo ganó, ha dejado de ser competitiva en el plano mundial.
Ésta es una contradicción que se irá exacerbando en los próximos años. Tal vez las selecciones dejen de importar, y lo único que veamos sean clubes —compañías— internacionales. Pero esto es sólo una teoría.
¿Me estás viendo?
En México los ratings de televisión abierta están en la penumbra. Hasta hace poco, Nielsen IBOPE era la compañía encargada de medir la audiencia de las dos grandes televisoras del país, Televisa y TV Azteca. Pero en el último año ambas han boicoteado a Nielsen. Azteca ha llegado al extremo de intentar confiscar los medidores de rating a través de procesos judiciales. Los directivos de Nielsen declararon en fechas recientes que TV Azteca ha buscado “socavar y destruir los ratings del mercado mexicano”.4
Es por ello que resulta imposible saber de forma oficial cuánta gente ve el futbol mexicano. Se ha llegado a hablar que eventos como el Super Bowl han tenido más televidentes que la final de la Liga MX.
Alguien que trabaja en televisión dijo de forma anónima para este reportaje: “Antes un partido importante de la liga te daba 18 puntos de rating. Ahora te da cinco”.
En 2013 un punto de rating en México equivalía a 1.2 millones de personas, lo cual quiere decir que la audiencia televisiva del futbol ha tenido una caída de más de 70%. Ha habido destellos: la final entre Cruz Azul y América del año pasado tuvo 15 millones de espectadores, o 12.5 puntos de rating, según la propia Liga MX. Lejos, de cualquier forma, de los promedios de antaño.
Los hombres de negro
Según Arturo Brizio Carter, árbitro en retiro que pitó 10 finales del futbol mexicano y dos mundiales en el extranjero —se le recuerda por expulsar a Zinedine Zidane en 1998—, los árbitros viven una situación laboral deleznable. Si bien es cierto que, a diferencia de hace 20 años, la carrera de árbitro es un trabajo casi de tiempo completo, faltan muchas cosas por mejorar. Los árbitros de ahora tienen mejor nivel físico y reciben bonos por pitar partidos importantes, como la liguilla. Antes no era así.
Pero el aspecto anímico se ha descuidado. A los árbitros no se les enseña a lidiar con la presión. Al contrario, se les castiga si no responden como deben. “El árbitro percibe un sueldo, pero si se equivoca, le tumban dinero. Tienen que aguantar insultos de jugadores, de técnicos. La autoestima del árbitro sufre con esto, tiene que estarse cuidando todo el tiempo de no equivocarse para no perder dinero”, dice. No hay zanahoria, sólo palo.
Y tampoco hay capacitación emocional o psicológica. Según Brizio, eso se nota. “Tienen mucho menos personalidad que antes”, dice. Por usar a Rubens Sambueza de ejemplo una vez más: el 28 de diciembre de 2010 —Día de los Inocentes, por cierto—, durante un amistoso Tecos-Atlas, Sambueza fue expulsado por doble amonestación. El jugador encaró, enfurecido, al árbitro Rafael Medina y terminó por propinarle un cabezazo.
En una acción similar en 1998, Cristian Zermatten, de los Pumas, fue suspendido un año. Pero Sambueza sólo recibió cinco partidos de sanción.
La presión le llegó al árbitro. En la cédula del partido, en la que relata los incidentes, Medina disminuyó el asunto. No calificó el cabezazo de “agresión”, sino de “empujón”. Sambueza estuvo de regreso en las canchas a las pocas semanas. En los diarios deportivos del país se habló de que los dueños de los Tecos increparon directamente al árbitro y lo obligaron a dar una versión distinta.
Se derrumban al igual que los jugadores.
La Pulga nunca da el salto
Era un sábado por la tarde en el estadio Azulgrana (hoy Azul), a principios de los noventa. Atlante recibía a las Chivas. El estadio estaba repleto. En uno de los asientos de la banca estaba Jesús Olguín. Era el primer partido del equipo mayor al que lo convocaban.
Los primeros 45 minutos ocurrieron sin mayores emociones. Algunos tiros cercanos, pero el partido estaba cerrado. El marcador se mantuvo cero a cero. Cerca de la segunda mitad, Atlante consiguió un gol. El entrenador y su asistente se animaron. Iban por otro. “A ver, calienten todos”, le dijeron a la banca. Olguín se puso una casaca sobre el uniforme. “Ves el estadio lleno, a la gente gritando, sí te impresiona. Nada más ves cómo se mueven, no distingues caras. Híjole, ante cuánta gente estoy”, recuerda.
Olguín corrió, estiró las piernas, hizo sprints. Ricardo La Volpe lo señaló y dio la orden. “Quítate la casaca. Vas a hacer esto y esto”, le dijo mientras lo abrazaba, como es costumbre de los técnicos en Primera. Olguín se acercó a la línea de banda, el entrenador asistente comenzó a llenar la tarjeta de cambio para entregar a los oficiales.
Las Chivas tomaron el balón, se enfilaron a la portería y anotaron. Los jugadores del equipo visitante se abrazaron. La reacción del entrenador del Atlante fue inmediata. “¡Siéntate!”, le dijo a Olguín. El gol cambió el planteamiento táctico. Ya no requerían a un medio ofensivo por izquierda como La Pulga. El partido terminó 1-1. Olguín vio los minutos restantes desde la banca.
“No sé, la suerte”, resume. “Yo hubiera dado un paso en ese partido y otra cosa hubiera sido. Yo hubiera entrado y hubiera sido jugador de Primera División”. El golpe anímico fue brutal. Olguín no lo asimiló. A las pocas semanas, el Atlante lo echó. No encontró acomodo en ningún equipo de Primera y tuvo que ir a explorar las ligas inferiores. Llegó a Segunda División por recomendación de un amigo. Jugó en los Pioneros de Cancún, que le pagaron centavos. Tuvo que llamar a su casa y pedir que le enviaran dinero para sobrevivir. “Era como jugar en Xochimilco con el Huracán”, recuerda.
De Cancún viajó a Tepatitlán, Jalisco, una liga más abajo. Ahí no tenía ni casa club donde quedarse. Rentó un lugar con un compañero de equipo. Tampoco duró mucho. “Era un pueblo. Sólo había gallinas”, recuerda.
Olguín rondó por diversos equipos, entre profesionales y amateurs. Tuvo un paso un poco más largo por el futbol rápido mexicano, que a principios de los noventa estaba de moda. “Me tocó el boom”, dice. Los patrocinadores se le acercaron, pero él no tenía interés. Lo que le daban lo regalaba a sus amigos; zapatos, ropa, no se quedó con nada. Sólo quería jugar.
Tiene todos los equipos apuntados en una lista. Ha jugado con 100 camisetas diferentes. Ha jugado en Tepito, donde los golpes estuvieron a la orden del día. Una vez le gritaron “te vamos a matar”. Pero Olguín había visto tanto en su vida futbolística que eso no le espantaba. “Me han dado hielazos, me han escupido”. “Que te vamos a matar, te dicen. ‘Sí, está bien’”. Era inmune.
También jugó en los deportivos de Oceanía y en otras ligas locales. Se ha encontrado a varios ex futbolistas en el camino. Algunos incluso glorias nacionales o fracasos mayúsculos como Jorge Rodríguez, recordado por dos cosas: su bigote y el penal que falló en Estados Unidos 94. A las estrellas las podía reconocer porque todos los compañeros utilizaban un uniforme genérico y el suyo tenía pegado el nombre de un patrocinador. Incluso en partidos con menos de 50 aficionados alguien estaba dispuesto a pagar por anunciar una marca.
Aunque pasó por varias ligas, dice que su sueño profesional terminó a los 19, cuando el Atlante se deshizo de él. De los seis a los 19 se enfocó día y noche en el futbol, y nunca alcanzó su meta.
Al igual que sus compañeros que no llegaron a Primera, terminó por tener un trabajo fijo, en una oficina. Gana bien y tiene tiempo para desarrollar su hobby, enseñar cómo jugar futbol a los niños. Es árbitro en las cascaritas de los domingos.
Sus dos hijos van a la escuela en la que entrena, y dice que si se lo piden los ayudará en tanto pueda para que den el paso que él no pudo. Pero también les da un cubetazo de realidad. Les deja claro que en algún punto tendrán que ir solos, tal y como él. Aunque mejor preparados para lidiar con los obstáculos.
“Yo no estoy obsesionado porque mi hijo sea futbolista. Muchos me dicen que estoy obsesionado porque no lo fui. Pero sí lo fui. Tuve 100 equipos, te puedo decir un momento de cada uno. Eso nadie me lo puede quitar”, concluye.
Los ratones verdes
Hay una cita de Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios que siempre es bueno recordar: “Cuando la humanidad se sienta en sus culos ante un televisor a ver veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón no hay esperanzas”.
Sustituyamos “veintidós adultos infantiles” por “a la selección nacional”. En particular en año mundialista. Sobre todo si se trata de la peor crisis en 40 años. Dice Roberto Gómez Junco sobre la eliminatoria para Brasil 2014, en la que se calificó de panzazo: “Es comparable con las eliminaciones de los mundiales de 1974 y 1982. En una zona del planeta tan accesible para instalarse en la Copa del Mundo es increíble que se haya complicado a tal grado”.
Los cálculos varían, pero se supone que entre patrocinios, transmisiones televisivas, ventas desouvenirs y todo aquello que esté tangencialmente relacionado al futbol, en México el negocio es de casi mil millones de dólares. Ésas eran las pérdidas estimadas en caso de que El Tri no clasificara al mundial.
México juega en la Concacaf, la Confederación de Futbol de Norte, Centroamérica y el Caribe. Una organización tan extraña y tan irregular que Gómez Junco ha acuñado un término para describir lo que ahí ocurre: “concacafkiano”. En nuestra confederación compiten equipos que no son países reconocidos por la ONU, como Martinica. También países que no tienen liga. Por arreglos internacionales, la región ha obtenidos tres pases directos a cada mundial en las últimas décadas, y la posibilidad de un play-off contra el campeón de Oceanía en busca de un cuarto boleto. Es decir, regalan entradas como si fuera feria.
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En el último medio siglo, México sólo ha faltado tres veces a mundiales. En 1974 fue goleado por Trinidad y Tobago y el representante de la zona terminó por ser Haití. En 1982 perdió con El Salvador, que calificó a su segunda Copa del Mundo. Y en 1990 se destapó el escándalo más grande de nuestra historia futbolística: México falseó la edad de al menos cuatro de sus jugadores para que participaran en un torneo sub-20 de la Concacaf. La FIFA suspendió la participación internacional de todas las selecciones mexicanas por dos años.
Con eso se compara al Tri de hoy. Si se piensa que la selección mexicana actual había sido vendida al público como la mejor de la historia nacional —aunque el comparativo no tiene mucho valor, porque cada cuatro años se dice lo mismo— la crisis es de mayor proporción.
México comenzó la última fase eliminatoria empatando en casa con Jamaica. Luego afuera con Honduras. Después empató una tercera vez, con Estados Unidos. Tuvo una victoria en Kingston. Iba a media tabla. Había señales de que algo malo podía ocurrir, pero nadie se inmutaba. Rápido vino la debacle: Honduras ganó 2-1 en el Estadio Azteca. El equipo tronó.
Mucho se especuló en la prensa durante ese tiempo. Que si existía resentimiento entre los jugadores que militaban en Europa y los que estaban en la Liga MX. Que si los patrocinadores presionaban demasiado. Pero nunca salió a la luz la verdadera causa.
A la par de todo, el jugador mexicano que mejor rendimiento ha tenido en el último lustro, Carlos Vela, decidió hacerse a un lado y no participar con la selección. Algo inconcebible hasta para el actual entrenador, Miguel Herrera. “Es muy raro. No comparto su idea, pero la respeto”, dijo.
En la ciencia existe un principio llamado “La navaja de Ockham”, el cual dice que en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta. Dada la historia de los futbolistas mexicanos, dado lo que hemos dicho en estas páginas, la causa del problema es doble: la organización del futbol nacional no da para que la selección mexicana sea de las mejores del mundo, y si por azares del destino los jugadores superan las trabas inherentes al sistema, el aspecto psicológico los entierra.
En Estados Unidos lo llaman “arena movediza”. Pongámoslo así. Un jugador se equivoca. Yerra el pase y el equipo contrario anota. Comienzan los nervios. Al siguiente balón que recibe piensa “no la puedo cagar, ya fallé una vez”. Pero la presión es doble. Quiere salir del lío y se hunde más. Al final se ahoga. (Para mayor claridad hay que ver el segundo gol de Argentina contra México en 2010. La defensa se duerme en el primero, y ya para el segundo hay nerviosismo. Ricardo Osorio, lateral mexicano, le entrega el balón al delantero argentino. Goles más fáciles, pocos.)
Eso es lo que sucedió con la selección, director técnico incluido. “El Chepo de la Torre [entonces entrenador] tuvo mucho que ver. No tuvo ni el carácter ni la fortaleza mental para sobrellevar la situación. No fue capaz de deshacerse de jugadores que no estaban rindiendo para llevar a otros que estaban jugando mejor”, apunta Del Palacio.
Si los jugadores no sabían manejar la presión, menos los directivos. Se mantuvieron en la cubierta de un barco que se hundía, proclamando que el iceberg con el que habían chocado sólo era un poco de hielo. “No piensan en términos de intereses deportivos, primero piensan en intereses económicos y sólo se asustaron cuando ese renglón económico corrió gran riesgo”, dice Gómez Junco. La suerte de México fue que el campeón de Oceanía tenía un nivel todavía más bajo que los países de Norteamérica.
Sin embargo, el tema parece haber quedado atrás. Los directivos responsables del manejo se mantuvieron, y sólo hicieron un par de movimientos. El más importante fue el cambio de entrenador: cuatro en cinco partidos. Echaron a De la Torre, dejaron a su asistente Luis Fernando Tena. Luego trajeron al flamante técnico Víctor Manuel Vucetich, conocido comoEl rey Midas. Duró dos juegos más. Finalmente, decidieron que la opción era el entrenador del equipo que había obtenido el campeonato más reciente, el América. Miguel Herrera sobrellevó a la selección frente a Nueva Zelanda y como premio le dejaron al Tri hasta el mundial.
Unos meses más tarde, Giovani Dos Santos, partícipe del fracaso eliminatorio, y Herrera, con tres partidos al mando (dos contra el  casi amateur Nueva Zelanda, y un empate a cero), declararon en entrevistas que México estaba para ser campeón del mundo. Como si el pasado fuese ficción.
A dónde vamos
A poco tiempo de empezar un  nuevo mundial, en el que las esperanzas son más reducidas que de costumbre —el consenso nacional es que un gran desempeño sería llegar a la segunda ronda—, es buen momento para buscar soluciones y plantearse la pregunta obligada, si México llegará algún día a ser campeón del mundo.
Las estadísticas dicen que no, al menos en el futuro cercano. Bien recuerda Del Palacio: a partir de 1950 ningún equipo que represente a un país en vías de desarrollo ha llegado a la final de un campeonato. Checoslovaquia y Hungría lo consiguieron, pero eran países socialistas, donde la economía, la organización deportiva y las sustancias prohibidas eran la fuente del triunfo. Fuera de ellos, sólo Brasil y Argentina, que son anomalías. En ambos países existe una cultura de futbol similar a la europea y estadunidense en otros deportes. Los equipos africanos han llegado a cuartos de final, Turquía a un partido por el tercer lugar. Pero la desventaja es clara. No por nada ha habido ocho campeones en 19 ediciones, y entre dos equipos, Brasil e Italia, han ganado casi la mitad.
Pero soñemos. Supongamos que los directivos comienzan a entender. Que se le da más dinero al deporte. ¿Qué hacemos? Dos cosas, según los expertos.
La primera es mejorar la calidad de los instructores. Ya sean de arbitraje, entrenadores de fuerzas básicas o directores técnicos. En las tres ramas son pocos los profesores con experiencia en el extranjero. La mayoría se forja a nivel local y rara vez mira fuera para ver qué sucede. Tan excepcionales son los casos que los diarios nacionales reportan cuando un entrenador va a capacitarse a Europa o Sudamérica.
También habría que añadir caras nuevas. En la Liga MX las mismas personas dan vueltas por las puertas giratorias una y otra vez. Basta con mencionar a Sergio Bueno, que ha entrenado a 11 de los 18 equipos de Primera División.
La segunda, por redundante que suene, es profesionalizar las profesiones. Que los árbitros no tengan que temer desde un inicio. Que reciban atención psicológica. Que les enseñen a lidiar con la presión.
Lo mismo para los jugadores. Los sueldos deben escalonarse de forma pareja. La diferencia de pago entre una división y otra es abismal. La seguridad laboral es casi nula. Mientras exista “el pacto de caballeros”, un día podrán trabajar en Mérida y al siguiente en Tijuana, sin aviso previo.
Dentro de todo, la Federación de Futbol parece estar tomando cartas en la formación de jóvenes. José Vázquez, el presidente de la Segunda División, asegura que hay 14 universidades con equipos que juegan en esa categoría, y de ellas, “entre el 60% y 70% de los jugadores que conforman los planteles son estudiantes con matrículas en las propias universidades”. La idea, dice, es que en el mediano plazo existan convenios con instituciones de educación superior para que todos los jugadores de Segunda División tengan una formación académica aparte de la futbolística.
Pero es necesario que el proyecto, en caso de ser serio, no se abandone como en años anteriores, y que en verdad se use para capacitar a los futbolistas. No sólo en cómo pegarle al balón. Se les debe enseñar a alimentarse bien. Se les debe educar desde pequeños y se debe mantener la educación a la par del desarrollo deportivo. Se debe trabajar cuerpo y espíritu para evitar que cualquier obstáculo los desmorone. Para que no cierren los ojos antes del penal. Para que se atrevan a disparar al ángulo en lugar de al centro. Para que no agachen la cabeza antes del partido. Para que debuten en Primera y no pasen la vida maldiciendo un gol.
Periodista y editor.