domingo, 23 de marzo de 2014

APOLOGÉTICA DE LA CANTINA, José Díaz Cervera

APOLOGÉTICA DE LA CANTINA*
JOSÉ DÍAZ CERVERA
Para Joaquín Tamayo
Ha de llegar el tiempo en que el hombre encuentre la fórmula de construir una sociedad verdaderamente justa, libre de acoso moral, sin pobreza, con gobernantes magnánimos, respetuosa de las diferencias e intolerante con el individualismo vicioso; algún día la humanidad hará del trabajo un arte ejercitado con entusiasmo y valorado con munificencia; habrá de acontecer que la felicidad dependa del contacto del hombre con el hombre y que el llamado tiempo libre sirva efectivamente para renovar la promesa cotidiana del espíritu que busca el perfeccionamiento de sus facultades. Ahí estará entonces, esperándonos a todos, el sitio más espléndido concebido a lo largo de la historia humana: la cantina.
No. Ésta no es una falsa apología. Tampoco es una superficial manera de defender lo indefendible: la cantina es un negocio y como tal (aún lícitamente) busca el lucro a través de las debilidades humanas. Sin soslayar tal circunstancia, sin trivializarla, y a contracorriente de las buenas conciencias, sostengo que la cantina es el santuario de “lo real”; ahí el ser humano busca y encuentra, de la misma manera que da en una proporción adecuada a lo que a cambio recibe. Entrar, pues, a una cantina, es entrar en una dimensión especial del tiempo y el espacio, es ingresar al sonido, a los olores y al grato rumor de las burbujas.
Y es que la cantina es el lugar natural de la memoria (de la colectiva y de la individual); en ella habitan ángeles extraños, seres que están más allá de nuestra imaginación, animales de plumaje exótico. Sitio de la nobleza, territorio de la dignidad, altar donde se redimen las porfías, dimensión de lo fugaz: la cantina es para muchos la única posibilidad de ir llenando los vacíos que dejan en el hombre la soledad y el despropósito. “No sepas de otra senda que la de la taberna”, decía con la sabiduría de un hombre limpio el poeta Omar Khayám.
El bribón no tiene entonces espacio en la cantina, pues el vicio de su sobriedad supone una inadmisible indiferencia moral en un mundo corrompido por la sinrazón y el egoísmo; por ello, la abstinencia etílica es un comportamiento de bellaco.
A la cantina entran hombres galvanizados contra la doble moral, libres de manchas de detergente y exorcizados de egoísmo; de la cantina salen hombres que vienen de regreso de los espacios órficos, hombres sagrados que han pisado los pastizales de la degradación y que han salido ilesos de su travesía por las diversas formas del olvido.
Las cantinas son entonces espacios de utilidad pública donde se sintetizan los pecados colectivos; no son, curiosamente, templos de la dipsomanía (el ebrio consuetudinario se oculta a los ojos de los demás, porque en el fondo se avergüenza de sus incapacidades ante el alcohol y por lo tanto no encuentra lugar en la cantina); la barra tabernera convoca solamente a hombres dignos que saben caminar en el filo de la navaja y que conocen el artilugio de caer con prestancia suficiente, tanto como el de levantarse con el señorío de un capitán.
Sitio de privilegio, la barra, con su escupidera estoica y su rodapié que conserva polvos de lodos siderales, ha visto pasar sobre sus lomos rones y ajenjos, cervezas, elíxires de eximia factura, aromados anises, codos, antebrazos, sobacos. Ha visto mejillas y frentes, salivas y lágrimas. La barra: lugar donde la confidencialidad le limpia los zapatos al escándalo.
Así como Sabines pidió que canonicemos a las putas, yo pido la canonización de los cantineros, entronizándolos cual modernos taumaturgos a partir de la práctica de la farmacopea más noble con la que se cura una resaca. Semidioses, los cantineros conocen los secretos del epigastrio, poseen los artilugios del alivio, se mueven en una sabiduría hermética que les permite exorcizar los anfibios del paladar, los limos blancos de la lengua y la sed más primigenia.
Don Luis Cardoza y Aragón, poeta y hombre probo, nos hizo ver el origen ético de la embriaguez y, a partir de ella, a la sobriedad como una forma del hastío. De esto se sigue —diría en frase recurrente Guillermo de Ockham— el ver en la cantina el lugar natural de los comportamientos virtuosos. La historia consigna que cuando se cierran las cantinas aparecen las mafias.
Hay que ver entonces la solidaridad parroquiana que existe en las tabernas; hay que entrar, aunque sea, a orinar en una de ellas, para entender la rigurosa condición humana de una vejiga llena, suficientemente concentrada de úricos ácidos, de amonios y cuerpos cetónicos, como si el orín se vistiese de etiqueta para visitar el sacro rincón del mingitorio; hay que ver cómo el aire se vuelve de cartón después de las cuatro de la tarde, para dar paso a la solemnidad más respetable de los hombres que deforman sus rostros.
A fin de cuentas, defender la cultura tabernaria es defender la ruta de la sed; el hombre que entra a una cantina tiene la aspiración de conocer la distancia rigurosa que hay desde el cielo hasta el infierno, sabiendo de antemano que entre ambos hay una grieta delgadísima, como la gota en que viajamos de la euforia al solipsismo.
*PUBLICADO EN POR ESTO!, EL 1 DE MAYO DE 2007.

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