Eso no se hace
Leí en un periódico que por encima de nosotros vuelan satélites. No se ven a simple vista, ni tampoco con prismáticos, ya que vuelan en el cosmos. Pero ellos nos ven a nosotros. Y como si eso fuera poco, fotografían todo lo que hay en la Tierra, y con tanta precisión, que cualquier cosa que no mida menos de medio metro de largo o de ancho sale en la foto con la misma exactitud que si nos la hubiese hecho un primo durante una fiesta de cumpleaños o una boda.
“No hay motivo para preocuparse –pensé–. Mi cara tiene menos de medio metro.”
No obstante, empecé a estudiar el asunto. La cara se me puede hinchar a causa de un dolor de muelas o –Dios no lo quiera– porque alguien me la rompa y entonces saldré en la foto.
Sin embargo, de momento la dentadura no me causaba problemas y nadie se animaba tampoco a pegarme. Pero mi alegría duró poco pues una mañana, al abrir el periódico, me enteré de que habían perfeccionado los satélites y que ahora ya fotografiaban incluso aquello que medía menos de medio metro y más de treinta centímetros.
“Qué le vamos a hacer –pensé–. Tendré que afeitarme al menos una vez a la semana. Hay cierto riesgo de que en la foto salga horrible.”
No me gusta afeitarme, pero tengo mi pundonor, así que empecé a hacerlo una o incluso dos veces a la semana, sobre todo antes de salir de casa.
Pero la prensa no tardó en anunciar que la técnica había dado un paso más y que ya lo fotografiaban todo, independientemente del tamaño. Para estar a la altura de la técnica tuve que afeitarme cada día y comprarme una corbata nueva, lo cual supuso un gasto imprevisto. También me limpiaba los zapatos y, en fin, me veía obligado a ofrecer cada día el aspecto que antes sólo tenía los domingos. Sólo las cuchillas de afeitar y el betún me costaban siete veces más que antes de la era de la técnica.
Cuando presenté mi solicitud de jubilación, me hicieron adjuntar una foto. Pensé: “¿Por qué he de ir a un fotógrafo y gastarme una pasta, si tienen cantidad de fotos mías?” Así que escribí a Naciones Unidas para que me enviaran una. Creo que me deben al menos una, ¿no?
Pero no hubo respuesta. Esperé, esperé, y nada. Mientras tanto se me acababa el plazo para presentar la solicitud y entonces no me iban a dar la jubilación.
Fui a un fotógrafo, me hizo la foto, le pagué de mi propio bolsillo y presenté la solicitud. Después subí a un tranvía y fui hasta la última parada. Desde allí caminé un buen trecho, hasta que me encontré en medio del campo. Miré a mi alrededor, no había ni un alma, sólo unas vacas, pero estaban lejos. Me bajé los pantalones y saqué el culo en dirección al cielo.
Que sepan lo que pienso de ellos.
El octavo día
Dios trabajó seis días y descansó el séptimo. El hombre no es Dios, se cansa antes, por lo que consideró que el sábado también le correspondía como día de descanso. Esta decisión no encontró una expresa objeción por parte de la Instancia Suprema.
“Si ha salido bien con el sábado, tal vez también se cuele el viernes”, pensé, y dirigí a Dios una solicitud con el siguiente contenido:
“A causa del cansancio que siento después del lunes, el martes, el miércoles, el jueves y el viernes, ruego tenga a bien otorgarme también el viernes como día libre de trabajo: Homo Sapiens.”
No hubo respuesta, por lo que consideré que también el viernes me había sido otorgado.
Sin embargo, entre el miércoles y el resto de la semana quedaba el horrible jueves. Nada cansa más que el trabajo el último día de la semana laboral. Así que escribí, esta vez con más atrevimiento:
“‘El hombre es una caña pensante’ (Blaise Pascal, 1623-1662). Yo pienso que tampoco debo trabajar los jueves.”
Ahora, mi semana laboral acababa el miércoles por la tarde. Sí, pero ese miércoles... El silencio de Dios me dio valor.
“Exijo la supresión del miércoles como día laborable: Prometeo.”
En cuanto al martes, me rebelé ya abiertamente: “Llamarse hombre llena de orgullo” (Máximo Gorki, 1868-1936). El martes atenta contra mi dignidad. Estoy en total desacuerdo y acabo el lunes.
No hubo respuesta, así que con el lunes fue muy fácil. Bastó con un telegrama:
“El lunes también queda excluido.”
Ahora tenía siete días de la semana libres y me sentía orgulloso de mi rebeldía (L´homme révolté, Albert Camus, 1913-1960). Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que la semana sólo tenía siete días y, por tanto, yo no podía tener más de siete días libres a la semana. Semejante limitación de mi libertad me pareció inadmisible. Así que telegrafié a Dios:
“Crear inmediatamente un octavo día.”
No contestó, lo cual me afirmó definitivamente en mi convicción de que Nietzsche tenía razón (Friedrich Nietzsche, 1844-1900) y Dios no existía. Pero en ese caso, ¿quién era el culpable de que la semana sólo tuviera siete días y de que yo no pudiera tener más de siete días libres a la semana?
Cogí un palo y me puse al acecho en la escalera. Cuando pase un vecino, le arreo.
A fin de cuentas, alguien tiene que ser el responsable de la injusticia que se me ha hecho.
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lunes, 24 de marzo de 2014
DOS CUENTOS
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