miércoles, 5 de marzo de 2014

ESCRITORES SIN OLOR, Vicente Verdú

Escritores sin olor

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En un libro que escribió Gabriel Celaya y que tituló Exploración de la poesía distinguía entre palabras nativas y las que, por diferente razón, no lo eran ni lo serían nunca. Las segundas no les llegaban a las primeras ni a la suela de los zapatos pero un poeta que ha de vérselas con todo el avío debería detectar cuando tiene en las manos una palabra de una u otra naturaleza.
Una palabra como “agua” es nativa: dice al decirla lo que quiere decir, moja, ahoga. Vino, sin embargo, podría valer para cualquier cosa. No dice nada sobre la sustancia a la que se refiere. “Sustancia” es nativa porque cuando hacemos así con los dedos para saber el tuétano de la cosas, los dedos se ensucian en la materia donde investigan. “Investigar” también es nativa. Hace mención al hecho de introducirse en la cosa y palpar con sensualidad entre sus vísceras. “Conocimiento” podría también ser nativa, pero es mejor “saber”. El saber, tiende a saber de las cosas mediante el sabor que ayuda decisivamente a conocerlas.
No son palabras nativas “mesa”, “limón” o “estantería”. Pero sí “naranja”, que ofrece directamente tanto el gajo cortado como su acritud o “huevo” que, supone, sin duda, la cima del diccionario español.
El poeta (y el escritor y el periodista) que sabe esto no es un más o un menos en la carrera de los best-seller pero sabiéndolo será un escritor e ignorándolo será un mecanógrafo. Ojalá hubiera suficiente cantidad de lectores capaces de desacreditar a quienes no poseen este don y amor fragante hacia la palabra nativa y se muevan por los inodoros de la peroración.
La comunicación eficaz logra su éxito a través de reconocer las palabras nativas y saberlas tratar. Es casi lo mismo con los colores aunque con alguna distinción. Mientras en la poesía las palabras nativas lucen con un efecto difícil de soslayar, los colores en la pintura son relativamente maleables dentro de la virtud del carnaval.
Supimos que Gimferrer era un poeta de primera cuando tituló La muerte en Beverly Hills o Arde el mar. Es fácil deducir que si “arde el mar” algo importante está pasando en esa hoguera pero La muerte en Beverly Hills viene a ser, aunque de menor tamaño, del mismo neceser. Junto al aura de la vida con el brillo de las lentejuelas (Beverly Hills) brillante charol de la muerte, junto al perfume de los jardines la pestilencia de la putrefacción. En estos títulos reina la quema y el éxito de la dicción.
Moriremos nosotros, hijos de Celaya, Vallejo, Aleixandre o Salinas y acaso nunca enseñaremos estas cosas a nuestros hijos. “No es lo mismo piar que gorjear” le decía Rosa Chacel a Lázaro Carreter, director entonces de la Academia, en un almuerzo donde se dirimía el Premio Nacional de Literatura. Nadie lo discutió. El pájaro que pía lo hace desde el estrecho nacimiento del pico y el que gorjea desde el fondo de su corazón. Sin duda perecerá antes el segundo que el primero, pero ¿qué es píar y píar sino el oficio de tantos literatos sin fuste que abotargan a la crítica emplumada, desolada y maltratada por los míseros sueldos que se les da?


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