lunes, 10 de marzo de 2014

LOS PERMISOS DE LA MUERTE: LA VIOLENCIA NARRADA Y SUS LÍMITES, Gustavo Ogarrio

Los permisos de la muerte:
la violencia narrada
y sus límites
Foto: Marco Peláez Carlos/ archivo
La Jornada
El Ejército mexicano en Michoacán. Foto: Carlos Ramos Mamahua/
archivo La Jornada
Gustavo Ogarrio

Uno de los cuentos clásicos de la literatura mexicana del siglo XX, como “La muerte tiene permiso”, de Edmundo Valadés, puede ayudarnos a reflexionarsobre ciertos núcleos problemáticos de la violencia que hoy se vive y se narra en México. Es un cuento de una actualidadimplacable por su simbolización básica; parece un texto sobre la violencia campesina de una comunidad que se anticipa a la petición de “solicitar justicia” por su propia mano y permiso para matar a su presidente municipal.

Sacramento, el personaje que habla “por los de San Juan de las Manzanas”, enumera esa otra violencia persistente y límite por parte de la institucionalidad del Estado: el despojo de tierras, la extorsión, el asesinato de un muchacho que le reclama esa impunidad al presidente municipal, el cierre de un canal que abastecía las siembras de los campesinos, el “robo” y la violación de dos muchachas. La petición de muerte y de justicia se lleva a cabo en una asamblea entre campesinos, ingenieros que ríen en el estrado y la figura de otro presidente de mayor jerarquía y con ciertos residuos de su origen también campesino; entre sociedad rural y autoridades. Si bien el cuento puede leerse como el conflicto entre dos sentidos de la justicia, la campesina o “primitiva” que emerge ante la violencia de Estado, y la justicia pervertida o ausente de las instituciones, también se puede comprender como una narración sobre los efectos de una violencia fundacional: la de la sociedad política contra una comunidad. Ya decía Gramsci que la discusión política más importante era sin duda la de “los límites de la actividad del Estado”. Y cuando el Estado se vuelve el agente o el cómplice de la agresión persistente contra la sociedad pone a prueba uno de sus límites y su propia legitimidad.

En el cuento de Valadés también se contraponen la legalidad y la legitimidad tanto de una comunidad campesina como del Estado. Quizás lo más asombroso del cuento no es sólo que ese acto de justicia campesina ya se haya consumado cuando es solicitado: la justicia “primitiva” cae en la incertidumbre de que efectivamente ese acto haya representado a la justicia misma.

El cuento de Edmundo Valadés condensa al inicio, de manera un tanto paródica, el habla de los ingenieros; más que ejemplificar el “realismo” de un tono dialogante que comenzaba a ser hegemónico en la cultura política del nacionalismo revolucionario de los años cincuenta del siglo XX, concentra deliberada e irónicamente los prejuicios más evidentes de esta clase que empezaba también a tecnificar la política de Estado:
Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas excesivas… El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.
–Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…

–Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.

–¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.

–Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?
¿El sentido del “permiso” para ajusticiar al presidente municipal de San Juan de las Manzanas es solamente el que solicitan los campesinos en la asamblea o podemos entender que la violencia que ejerce el mismo presidente municipal contra el pueblo es parte de una permisibilidad implícita en el sentido político del cuento? No encontramos en el texto de Valadés un aprendizaje directo de la experiencia de la violencia, esa violencia está expresada artísticamente de manera sutil e indirecta; más bien, el texto sirve para pensar los límites enfrentados de la justicia y esa tensión entre lo legal que puede ser ilegítimo (la violencia, el despojo, la corrupción y la arbitrariedad del presidente municipal), así como la tensión que genera la posible legitimidad de un acto de justicia campesina y su búsqueda de legalidad.

Narración y límites de la violencia actual:
Michoacán, la tensión entre legitimidad y legalidad
¿Desde qué perspectivas es posible volver sobre la manera en que se narra la violencia contemporánea en México y en algunas otras regiones de América Latina? ¿Cuál podría ser un punto de partida pertinente para comprender la violencia actual sin sacrificar el análisis de su uso político o de su condición histórica? ¿Cuál es el núcleo de ese conflicto que genera la justicia pervertida o la ausencia misma del ritual de justicia en las instituciones?


Dos ejemplos de tuiteros de la que debería ser la verdadera portada de la revista Time publicada recientemente
Si la violencia en México es el fenómeno persistente, histórico, que acosa a la sociedad ahora desde una crueldad y deshumanización inéditas, también obliga a comprenderla desde esta persistencia transformada ya en su carácter plenamente corporativo, el llamado crimen organizado. Esta violencia todavía es insuficientemente comprendida desde su raíz capitalista, material o de lo que antes se expresaba como la tenencia de la tierra y, ahora, la conservación de la vida. La violencia es actualmente el exterminio entre azaroso y regionalizado inmune a los reclamos de justicia en su sentido básico, en gran medida expresa la fase de mercantilización del dolor, de la angustia y de la muerte.

El “exceso” de barbarie de la violencia actual y que vuelve corporativa el crimen organizado es, al mismo tiempo, la consecuencia inesperada de la violencia que se globaliza por el lado de la renta del capital del poder del narco; la empresa del crimen se diversifica y también se diversifican los métodos del homicidio. Sin embargo, esta violencia no sólo ilegítima sino abiertamente ilegal es, por omisión o complicidad del Estado, normalizada por la impunidad del aparato de justicia estatal y por sus implicaciones políticas. El Estado literalmente desarma su capacidad jurídica de garantizar la seguridad de la sociedad y de contener la barbarie, con ello se suma como responsable al cuadro dantesco que produce nuestra época. Cualquier narrativa sobre la violencia contemporánea no puede pasar de largo ante su figura más importante: esta violencia pone al límite la definición, los alcances y el movimiento del Estado.

La violencia también distribuye de otra manera el poder político y ha obligado al Estado mexicano a imponer una estrategia que paradójicamente deja intocadas las razones profundas y estructurales de la violencia. Lo que está en juego para el poder político que posibilita y hereda la fallida transición a la democracia en México es nada más y nada menos que su legitimidad misma como representación popular vista desde la estridencia del espectáculo de la política. La violencia actual genera una incapacidad de la clase política para nombrar la barbarie de la época, esa risa neoliberal de los “ingenieros” o los nuevos técnicos del Estado en los estrados en los que se divulgan las bondades de la civilización neoliberal. Además, en México asistimos al autismo de la clase política de la restauración neoliberal que decide encerrarse a piedra y spot en la repetición exhaustiva de un lenguaje anacrónico que configura también la esquizofrenia de un país paralelo: la narrativa del Estado se articula entre un lenguaje tecnocrático, que privilegia la eficiencia del capital y de la mercantilización de toda la vida pública, indiscriminadamente mediática, pero que en momentos de crisis refuncionaliza el lenguaje populista de las “inversiones” para rescatar estados o regiones, como ocurrió en Ciudad Juárez, en Tamaulipas y ahora en Michoacán a propósito de la “estrategia integral” del gobierno de Peña Nieto ante la irrupción de las autodefensas: un simulacro de la narrativa del Estado benefactor con estrategias abiertamente neoliberales.

El Estado mexicano, en su fase neoliberal, responde con la militarización en el sexenio de Felipe Calderón y con un agresivo ciclo de reformas en la era de Enrique Peña Nieto, ambos se desentienden del círculo global de la violencia y de su propia responsabilidad como Estado. Se focalizan programas sociales, se anuncian espectaculares acciones de “rescate” social de regiones asoladas por la violencia sistemática y al mismo tiempo se normaliza la incursión militar, que también regulariza la incapacidad del Estado para revertir la acumulación histórica de condiciones, omisiones y corrupción que llevan a la explosión de la violencia actual. En uno de sus sentidos últimos, la violencia no es únicamente el ejercicio letal y de exterminio contra la sociedad, es también la triste articulación de fallidas estrategias de “desarrollo”, el triunfo siempre precario del neoliberalismo y su efecto en el desmontaje de la capacidad jurídica del Estado para impartir justicia. El Estado mexicano no puede elaborar una respuesta moral y verosímil ante la violencia porque el rasgo ideológico que lo define actualmente lo hace imposible: el neoliberalismo reformista tiene que seguir invencible y jamás la violencia en sus últimos ciclos le obliga a sospechar que toda esta ilegitimidad de barbarie tiene alguna conexión con el modelo de depredación económica actual ni con el fracaso de la transición a la democracia en México.
¿Tiene que ver la situación actual en Tierra Caliente, Michoacán, con el ciclo anterior de violencia en el que el Estado simplemente se desentendió de todo el dolor y la impunidad en la que todavía permanecen las miles de muertes y desapariciones en la “guerra” unilateral contra el crimen organizado impuesta por Felipe Calderón y relanzada por el gobierno de Enrique Peña Nieto?

Solamente con su presencia, las autodefensas de Tierra Caliente simbolizan las alternativas y los nudos de la violencia que se hacen transparentes mediante su multiplicación en todo el país: la posibilidad de una “rebelión de las víctimas”, quizás ya no bajo esa representación postrevolucionaria de justicia por mano propia, tal y como se expresa en el cuento de Edmundo Valadés; la respuesta defensiva de los propietarios de la tierra, desde los pequeños y medianos hasta las oligarquías locales y sus guardias, con el riesgo permanente de que esta defensa se transforme en paramilitarismo; la posibilidad de que el Estado mexicano esté impulsando una estrategia perversa de “limpiar” el crimen organizado con un “brazo armado” aparentemente civil; la compulsión del Estado por asimilar las respuesta de autodefensa de la sociedad sin sacrificar el modelo económico neoliberal ni el uso estratégico y autoritario de la fallida transición a la democracia.


El ataque velado contra el poeta:
la des-historización política de la violencia
No es un tema menor la simplificación actual de la violencia. Voy a tomar como ejemplo un texto del crítico literario Christopher Domínguez Michael sobre el poeta Juan Gelman: “Juan Gelman, la otra historia”. El texto es en realidad la preparación de una acometida política contra una supuesta condición de “inatacable e inabordable” en relación a la militancia de Gelman en la guerrilla de Montoneros en Argentina al formarse la resistencia peronista, durante los años sesenta y setenta del siglo XX. Domínguez Michael utiliza una carta de Óscar del Barco, filósofo que le pide a Gelman “su contrición” e “ir por la verdad hasta sus últimas consecuencias” como integrantes de Montoneros para “confesar” sus “crímenes y pedir perdón”, esto para quitarle toda la densidad histórica a esa “otra historia” sobre Gelman y colocar en un plano absolutamente difuso la discusión política más importante sobre el asunto, quizás el punto de partida para reconstruir la memoria reciente en su dimensión política y ética: los límites del Estado argentino en su condición de poder de exterminio y desaparición, una forma de poder que no comienza precisamente con el golpe de Estado de 1976 y que más bien es una continuidad, al menos desde el golpe de Estado contra Hipólito Yrigoyen de 1930.

¿Desde qué perspectiva es posible abordar estas cuestiones tan cerradamente problemática de violencia y memoria sin caer en la reducción expiatoria que Domínguez Michael le pide post-morten a la figura política del poeta Juan Gelman? Una de las revisiones críticas sobre la actuación de las guerrillas durante la década de los setenta y, en particular, en relación a Montoneros, ha sido la que enuncia Estela Schindel en su libro La desaparición a diario. Sociedad, prensa y dictadura (1975-1978): “La cultura de la muerte había impregnado también a las agrupaciones de izquierda”; jerarquías y castigos al disenso, la supremacía de lo militar sobre lo político, fueron elementos que se instalaron en las respuestas organizadas a la violencia sistemática y fundacional del Estado argentino. Sin embargo, afirma Schindel, esto “no implica adjudicarle a la historia argentina un ‘destino’ fratricida o asignarle un origen metafísico o esencial a las prácticas de violencia”, mucho menos la exigencia de un acto de contrición que moraliza la historia sin el análisis y el debate que el mismo Domínguez Michael reclama.

Sobre esta reconstrucción del pasado reciente en Argentina, Ricardo Piglia afirmó en una entrevista (“La literatura nos permite discutir cuestiones políticas”, Pagina 12, Silvina Friera, 4 de agosto de 2013): “Yo estoy muy enojado con la mirada moralizada que se hace de las experiencias de militancia. Eran decisiones que no se tomaban por comodidad ni ventaja personal, aunque estuvieran llenas de errores políticos. Un escritor no puede dejar de ver ahí un momento muy interesante de la experiencia. La memoria se nos ha convertido –y eso es mérito de las Madres (de Plaza de Mayo)– en una recomposición de la verdad de esa situación. Y sobre todo de la verdad del elemento doloroso y atroz del terrorismo de Estado. Yo estoy defendiendo un poco la nostalgia; por eso la cita del poema de Edgar Bayley: ‘Es infinita esta riqueza abandonada’. Junto a la tensión entre memoria y olvido, tenemos que empezar a poner algo que llamo nostalgia, porque me gusta mucho Fitzgerald y esa idea de qué bien que estuvo aquello en aquel momento. Lo llamo nostalgia porque es una palabra que no tiene prestigio. Ver el pasado como algo que tuvo cuestiones valiosas. No solamente como aquello que debemos mantener vivo, porque hay un dolor que no podemos permitir que se olvide, que es una cosa tan legítima, ¿no?”

Cuando la figura del Estado desaparece del análisis o de la narrativa sobre la violencia, inevitablemente perdemos el objeto central a partir del cual tiene sentido reflexionar y debatir sobre los límites, la permisibilidad y las posibilidades de la violencia contemporánea.

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