Oscuros amores
Sentada en la arena de la playa, su cabeza rapada brillaba como un pequeño sol. Yo disfrutaba contemplándola desde lejos. Podía pasarme días enteros observando cómo movía sus manos. Las personas alrededor seguían su rutina vacacional sin percatarse de la belleza extraña de esta mujer. Ella miraba el horizonte estática. Su obstinación era tan fuerte que podría haber hecho girar en reverso los relojes.
Cuando una de las olas llegó hasta sus pies descalzos inspiró profundamente y lo hizo. Se quitó ceremoniosamente la blusa, dejó que la brisa reconociera su piel y cerró los ojos. Una leve corriente eléctrica erizó sus poros. Estaba más delgada pero igual de hermosa. En la parte posterior del hombro izquierdo se había tatuado un puño cerrado con el dedo mayor extendido y tenía un piercing en la ceja derecha. Cuán lejos estaba de la impecable secretaria que había conocido hace tres años. Mis caricias habían moldeado un ser indomable. Me acerqué despacio y pude ver la brutal cicatriz que suplantaba a uno de sus pechos. Ella notó mi presencia.
—Llevarte la teta fue fácil porque me pillaste desprevenida, pero para quedarte con el resto vas a tener que esforzarte más, vieja huesuda—me dijo sin siquiera levantar la voz.
Sonreí por primera vez en muchos siglos. Respetar el indulto que le había dado el Jefe no era tarea fácil.
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