lunes, 10 de marzo de 2014

HOOVER O LAS DUALIDADES DEL SABUESO, Augusto Isla


Hoover
o las dualidades
del sabueso
Augusto Isla
En la penumbra de su habitación, el hombre abre un pequeño cofre y sustrae el collar de la madre recién fallecida; lo coloca en su cuello y mientras repite, como un mantra, “sé fuerte”, se traviste, se mira en el espejo, tras lo cual cae de rodillas e irrumpe en sollozos. Es J. Edgar Hoover, el personaje central de J. Edgar (2011), el relato fílmico de Clint Eastwood, en el que este magistral cineasta aborda un retrato de quien dirigió el FBI (Federal Boureau of Investigation) durante casi medio siglo. A juicio de Anthony Summers, autor de Oficial y Confidencial. La vida secreta de J. Edgar Hoover e inspiración principal de la película de Eastwood, Hoover “era fruto de una infancia penosa, hijo de un enfermo mental y de una madre dominante, y su vida adulta se vio afectada por inestabilidad emocional y confusión sexual. El Hoover que predicaba severos sermones morales a los estadunidenses en secreto practicaba la homosexualidad… incluso el travestismo”.

Hoover nació en 1895. Gracias a Annie, su madre, empeñada en que el hijo se labrara un porvenir que ella imaginaba grandioso, Edgar estudió y se graduó como abogado en la Universidad George Washington en 1916. Era, sin duda, ágil de mente y brillante organizador. Sus servicios, como experto en represión estatal, le vinieron como anillo al dedo a un gobierno acosado por una oleada de violencia a fines de la segunda década del siglo XX. En Hoover, el gobierno estadunidense encontró al hombre indicado para su combate contra el bolchevismo y los movimientos radicales, así como para la atención al fortalecimiento de la seguridad nacional. A partir del año 1928 en que asumió la dirección de la agencia, el poder de Hoover y su FBI crecieron; los ocho presidentes a quienes sirvió se lo otorgaron a sabiendas del peligro que corrían con un hombre sin escrúpulos, que administraba el FBI con un sentido patrimonialista y abusivo –por ejemplo, el presidente Truman nunca creyó en la amenaza comunista. Como un niño perverso, Hoover acumuló una enorme cantidad de información, obtenida por vías legales e ilegales: intervención telefónica, grabaciones ocultas, espionaje. Más allá de los expedientes políticos, la megalomanía de Hoover torció su saber con una indagatoria morbosa de la vida privada (y sexual) de los personajes, blanco de sus pesquisas, a quienes chantajeaba. Nadie escapó de su diabólica voracidad informativa; Eleanor Roosvelt, la vigilada esposa del presidente Franklin Roosvelt, lo comparó con Himmler, jefe de la policía secreta de la Alemania nazi. Por ejemplo, de los Kennedy, John y Robert, lo sabía todo: sus relaciones con el crimen organizado, la compra de votos, las infidelidades de John. Por este saberlo todo, no lo pudieron echar como querían. El asesinato de John fue un alivio para él. Al día siguiente de la tragedia de Dallas –cuyo medio siglo acaba de cumplirse–, acudió jubiloso a apostar en las carreras de caballos, una de sus adicciones, fuente de sus caudales, pues amigo como era del mafioso Frank Costello conocía los resultados de las carreras amañadas.


Leonardo DiCaprio en una escena
de J. Edgar
Después de la gran depresión, Hoover ganó la fama con la captura del secuestrador del pequeño hijo de Charles Lindergh. Se convirtió en un héroe nacional. Pero ese buen nombre mediáticamente conseguido se fue disolviendo cuando poco a poco el tiempo lo develó como un ícono de la corrupción, cuando se supo que, valiéndose de su cargo viajaba en limusina, jamás pagaba sus cuentas, remodelaba su casa con fondos públicos; cuando se difundieron sus manías; cuando las conciencias lúcidas de su país descubrieron en el puritano un gran farsante; cuando, tras su muerte, liberados ya del temor que infundía su presencia, autoridades psiquiátricas emitieron su diagnóstico: Harold Lief, profesor emérito de psiquiatría en la Universidad de Pennsylvania, aseveró que “Hoover tenía un trastorno de personalidad […] con rasgos obsesivos diversos. Capté algunos elementos paranoicos, suspicacia excesiva y algo de sadismo […] Hoover habría sido un perfecto jerarca nazi”, mientras que el doctor John Money habló del síndrome de J. Edgar Hoover para definir a “aquellos pervertidos que sacrifican a otras personas para exorcizar sus propias exigencias”…

A pesar de estos juicios, mucha gente lo siguió admirando. Tal vez el escritor inglés William Hazlitt (1778-1830) nos da la clave para entender el fenómeno. Ante la insolencia del poder, llegamos a asumir que “se tiene el derecho a insultar, o a oprimir a los otros... Y nosotros preferimos ser el opresor antes que el oprimido. El amor al poder en nosotros mismos y la admiración del poder en otros son sentimientos naturales del hombre: uno lo convierte en un tirano; el otro, en un esclavo”.

En sus delirios de grandeza, Hoover creyóse merecedor del Premio Nobel de la Paz. No es de extrañar que cuando lo recibió Martin Luther King, Hoover estallara en colérica envidia. De hecho, Hoover lo había perseguido por todos los rincones; infiltrados en el círculo de sus seguidores, agentes del FBI habían sorprendido al reverendo en circunstancias comprometedoras; al parecer, King, que no era ningún santo, solía ir al lecho con varias mujeres al mismo tiempo ante la mirada de sus fisgones adeptos, y acaso esa lamentable moral privada le dio pie a Hoover para considerarlo “el más grande embustero del país”. La verdad es que esa insidia se extendía hacía la gente de piel oscura: Hoover solamente llegó a admitir negros en su agencia como sirvientes. ¡Reluciente paradoja! Pues se sospechaba que sangre morena corría por las venas del famoso policía.

Como ocurre con frecuencia, el vigilante también es vigilado. Así como los expedientes del FBI hooveriano eran un almacén de las humanas flaquezas, sus enemigos, reales o imaginarios, guardaban secretos del director de la temida agencia. El crimen organizado, cuya existencia Hoover negaba, era dueño de información incómoda para él. Y acaso fueron sus miembros quienes se encargaron de propagar su homosexualidad, aunque ciertamente el rumor acerca de ésta, como todo rumor, es misterioso. No se sabe, a fin de cuentas de dónde viene ni a donde va: es solamente un “se dice” que se expande y gira, una espiral y, como dice Haus-Joaquín Neubauer en su libro Fama, “es el espejo en el que la sociedad contempla su cara oculta. Y esa imagen provoca sufrimiento, un sufrimiento que por lo general terminan padeciendo los débiles, los excluidos y los indefensos, aunque a veces también aquellos que fueron poderosos”. En el rumor no hay confirmaciones rotundas, si acaso indicios o testimonios anecdóticos. En el caso de Hoover, no se soslaya su cercanísima y duradera relación con Clyde Tolson, las cartas a Melvin Purvis –el agente que capturó a John Dillinger, el célebre asaltante de bancos–, el testimonio de la cantante Louisa Stuart que a Edgar y Clyde vio tomados de la mano… Algo de todo este murmurar, Eastwood recoge con suma delicadeza cuando capta a la pareja apretándose las manos y cuando Edgar le dice a Clyde que había llegado el momento de una señora Hoover –ni más ni menos que la bella actriz Dorothy Lamour– … y entonces Clyde, loco de celos, después de reñirle, le planta un apasionado beso en los labios hasta sangrarlos.


John Edgar Hoover en Washington, 1953
Y cuando hablo de “suma delicadeza”, quiero decir que Eastwood no pretende denostarlo, sino comprenderlo en su doliente incapacidad emocional, la de un hombre atrapado entre su ambición y un entorno puritano y machista representado en la implantación homofóbica de la madre que le gritaba “prefiero un hijo muerto que un hijo maricón”, en el colmo de la incoherencia, pues lo quería suyo y, al propio tiempo, en brazos de otra mujer. Pensemos entonces que estamos frente a un hombre inseguro y desdichado que, en la imposibilidad de vincularse con una mujer, se declaraba contrario al voto femenino y enemigo de todo movimiento reivindicativo de género; que para encubrir sus apetencias carnales, dispuso un programa contra los pervertidos; que, para no vivir en su más íntimo ser, descargaba su crueldad en su achacoso compañero.

Enfermo Clyde, Hoover, solo y su alma, fatigado de sus absurdas empresas, se hundió en la melancolía, sin que, por ello, renunciara al cargo en el que sostuvo hasta su súbita muerte en 1972, bajo la administración de un Richard Nixon trémulo de miedo por lo que de él pudiera saber el inamovible Edgar.
Anthony Summers nos describe así el desenlace de aquella carrera sórdida: “Al mediodía, hora de Washington, del día en que murió Edgar, la bandera de las barras y las estrellas se bajó a media asta en los edificios de gobierno estadunidense, las instalaciones militares y los buques de la armada en todas partes del mundo. El presidente Nixon, libre por fin del problema Hoover, estaba distrayendo a la nación con un despliegue de dolor público.” Muchos agentes celebraron con champagne la muerte de su autoritario jefe, mientras el mundo oficial desgranó elogios y lamentaciones. El duelo retórico de Nixon da asco: Edgar había sido “símbolo y encarnación de los valores que más apreciaba: la valentía, el patriotismo, la entrega a su país y una honradez y una integridad duras como el granito”. Esta explosión de emociones antagónicas suele presentarse con motivo del deceso de personajes controvertidos: la muerte reciente de Ariel Sharon suscitó reacciones contrarias: para los israelíes fue un héroe nacional, para los palestinos, un carnicero.

Cuando murió la actriz Joan Crawford, alguien le preguntó a Bette Davis, su rival en la vida y también en el cine –recordamos que eran hermanas enemigas en ¿Qué pasó con Baby Jane?–, “¿qué piensa usted de la muerte de Crawford?”, a lo que la genial Davis respondió: “Dicen que está mal hablar de los muertos, pero qué bien que se murió.” Creo que miles de estadunidenses habrían podido pronunciar las mismas palabras cuando Hoover murió, pues con la desaparición de éste también desaparecieron miles de registros intimidantes.

A Alexis de Tocqueville le inquietaba la posibilidad de que un día la democracia estadunidense degenerara en dictadura. Esto no ha ocurrido, pero sí otras amenazas a la vida democrática, como el debilitamiento de las libertades civiles. Hombres como Edgar Hoover o Joseph MacCarthy –el patético senador que perseguía fantasmas comunistas y con quien se alió Hoover– han contribuido a enturbiar un régimen político que en su esencia se erige como igualitario y racionalista. No se trata ya de detractores doctrinarios de la democracia como lo fueron en la Francia postrevolucionaria católicos reaccionarios como Maistre o Bonald, o bien en Estado Unidos los puritanos que se ostentaban como “elegidos de Dios” y se oponían a la democracia como la más despreciable de las formas de gobierno, sino de fanáticos que, en nombre de ella, arrastran a muchos ciudadanos de buena voluntad hacia causas que son menos producto de la realidad histórica que de sus obsesiones; causas que inventan villanos –radicales, comunistas…– para afirmarse en la vida pública y sin los cuales no existirían. Esos fanáticos apuntan, certeros, a las debilidades de sus pueblos. Y, sin duda, una debilidad del pueblo estadunidense es que no ha logrado, entre otras cosas, secularizar del todo su Estado democrático. De ahí, la prosperidad política de un Hoover, cuya agencia policíaca Norman Mailer calificaba como “una iglesia ritualista y atrabiliaria de los mediocres”.

La democracia de cada país vive sus limitaciones y contradicciones; en suma, su tragedia. Quienes piensan que la tragedia es privativa de México e idealizan la democracia de nuestros vecinos olvidan que ésta ha estado emponzoñada por la esclavitud, la matanza de los indios, los resabios teocráticos, el racismo y, por ende, la recurrente traición al igualitarismo de un Jefferson que, dicho sea de paso, no pensaba tanto en la libertad universal del ciudadano como en la de la clase terrateniente. En este sentido, Hoover ha sido uno de tantos contribuyentes a que, como dice Carlo Galli, “la igualdad se transforme en conformismo, la neutralización, en apatía, y que los derechos degeneren en una tolerancia universal de consecuencias despolitizantes o se truequen en privilegios y pretensiones, las libertades se conviertan en servidumbre voluntaria, el pluralismo político y social constituya una mera fachada, y el logos político decaiga en charlatanería”.

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