jueves, 13 de marzo de 2014

ENRIQUE LIZALDE, EL INFLEXIBLE, Vicente Leñero

1 / 1

Inquietísimo, ansioso, Ernesto Alonso andaba de aquí para allá en su Casa de las Campanas de San Ángel esperando la aparición tardía de Enrique Lizalde. Llevaba hora y media de retraso.
Entre los tres habíamos tramado durante meses una telenovela titulada Desencuentro con la famosa Alida Valli en su paso por México (la actriz de El tercer hombre, de El diálogo de las carmelitas) que alejaría a Lizalde de las telenovelas cursis y lo convertiría en un actor importante, no en un simple galán.
Lizalde llegó por fin a la Casa de las Campanas, entrompado. Venía de ver al cineasta Servando González quien deseaba contratarlo, junto a David Reynoso, para lo que entonces se llamaba “una película de aliento”: Viento negro, filmada en escenarios naturales y con un guion sobre la construcción del ferrocarril en el desierto de Altar, en Sonora. “Es la oportunidad de tu vida”, le dijo Servando González.
imagen
Poesía en voz alta con Juan José Gurrola, Juan José Arreola y Enrique Lizalde
©Archivo UNAM
Enrique había rechazado el ofrecimiento de manera terminante porque la película se empalmaba con la telenovela. Pero Ernesto Alonso, generoso, confirmó:
—Sí, es una gran oportunidad para ti. Una película como esa es mejor que cualquier telenovela.
—Yo no rompo mis compromisos.
—Yo te libero —dijo Ernesto Alonso.
—Que no.
—Que sí.
—Que hago Desencuentro.
—Que no.
Enrique cedió y se fue con Servando. Pero al fin de cuentas ni Viento negro ni Desencuentro (que se grabó con Joaquín Cordero) resultaron cosa del otro mundo.
Mi amistad con Enrique Lizalde se acendró cuando montamos, en el teatro, con Ignacio Retes, Pueblo rechazado. Relación entrañable, cálida, emotiva. Con su esposa Tita y con Estela gastábamos horas conversando en su casa de Las Águilas o en Cuernavaca.
Juntos levantamos la compañía Teatro Documental —un esfuerzo por hacer teatro político— con sueños más que con éxitos reales. Enrique rescató del deterioro el teatro y la casa de Coyoacán, en Héroes del 47, como sede de nuestra ambiciosa compañía —finalmente fallida— que luego convirtió en el recinto del Sindicato de Actores Independientes y ahora es, por cesión suya, la Escuela de Escritores de la Sogem.
A fines de los años sesenta y principios de los setenta enmancuerné con su talento y su arrojo. Era generoso, inteligente, inflexible, eso sí. Él y su hermano mayor, el gran poeta Eduardo Lizalde, y hasta su primo Óscar Chávez compartían genéticamente una voz de acerado timbre, como para lucir en la ópera de la que eran autoridades fanáticas, sabios del bel canto. Enrique, además, derrochaba arte con la ebanistería: él mismo fabricaba sus muebles, sus estantes para los discos, los accesorios de su casa, sus chunches, mientras se daba tiempo para convencer a José Solé de que el INBA debería adquirir los ejemplares restantes de los títeres Rosete Aranda.
Una tarde, recuerdo, me regaló así nomás su colección de la infancia de soldaditos de plomo, de aquéllos de a centavo que venían soldados por debajo, en tiritas. Era un regalo de lujo, aún los conservo como diamantes.
Nuestra amistad se trizó de pronto: igual como se triza un jarro contra el suelo y ya no es posible recomponer jamás sus tepalcates.
Dejamos de vernos. Nos enviábamos a veces saludos que volaban a manera de pañuelos por el viento.
Cuando Enrique Lizalde murió, el nueve de enero de 2013 porque el hígado de sus corajes se le había convertido en un garabato asqueroso, me irritaron las notas necrológicas de las secciones de espectáculos. Lo citaban como el viejo galán de telenovelas: el Juan del Diablo de Corazón salvaje, el cara bonita junto a Jacqueline Andere en la película Nosotros los jóvenes.
Olvidaron esos cronistas sus radioteatros para la UNAM, en tiempos de Max Aub. Su teatro —lo que él llamaba “teatro en serio”—: Las moscas de Sartre, Las troyanasHistorias para ser contadasPueblo rechazado, Compañero,Topografía de un desnudoLos Rosenberg no deben morir… Se taparon la boca para no mentar su gran esfuerzo por enfrentar la corrupción de la Asociación Nacional de Actores con el frustrado Sindicato de Actores Independientes.
Esos olvidos y tanta trivialidad me pusieron fúrico. A solas, solté un manotazo contra le mesa y le pedí perdón por nuestra amistad perdida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario