domingo, 30 de marzo de 2014

CASA ALQUILADA, Luis Revert

CASA ALQUILADA

 Por fin había concluido la mudanza. Juan había pasado los tres últimos días, de Jueves a Sábado, trabajando en la instalación de las pertenencias de su familia en la nueva casa rentada.. Más o menos, ya todo ocupaba su lugar y las pequeñas reparaciones -sustitución de algún vidrio roto en la ventana, grifos que gotean, algún enchufe chamuscado...- habían sido realizadas; sólo restaba que cada componente de la familia se instalase y ordenase en su habitación sus trastos y abalorios a su gusto. Esta noche la pasaría ahí. Telefoneó a su familia y les dijo que al día siguiente viniesen a instalarse; luego marcó el número de sus cuñados y los invitó al estreno de la nueva casa, les dijo que aprovechando el buen tiempo y que disponían de jardín, harían una comida al aire libre.


  El Domingo la familia se presentó en un taxi sobre las diez de la mañana. Juan salió a recibirlos y ayudo a salir del vehículo a la abuela; no fue tarea fácil, sus carnes opulentas se habían hecho hueco en el tapizado y parecía un molusco acoplado a su valva; tuvo que estirar con fuerza de su mano para desencajarla del asiento trasero. Los dos niños -niño y niña- salieron raudos e impacientes por la otra puerta trasera del taxi y entraron en el jardín de la casa inspeccionando cada rincón; ellos era la primera vez que pisaban la nueva vivienda y suponía un  gran espacio lleno de misterios. La mujer de Juan cogió por el brazo a su madre que ya estaba en pie sobre la acera y, mientras Juan sacaba del maletero las bolsas y cajas con los objetos personales de la familia que habían conservado con ellos hasta el último momento, la acompañó con el paso lento que las gruesas y torpes piernas de su madre requerían, al interior del jardín.



 La suegra de Juan era una persona voluminosa de cara redonda, expresión algo lerda y parca en palabras. En la convivencia ofrecía una funcionalidad más mobiliaria o electrodoméstica que humana. Jamás intervenía, mucho menos iniciaba, conversación alguna y si era interpelada acerca de cualquier tema relativo a la vida cotidiana o al requerimiento de algún servicio por su parte -normalmente costura, cuidado de niños y, rara vez, cocinar- en muy pocas ocasiones excedía en su contestación al monosílabo. Su tiempo lo gastaba tejiendo lana con una colección de agujas imperecederas y realizando solitarios con una baraja española, tarea que mezclaba con lanzar de vez en cuando un carta de tarot; no es que leyese nada en estas cartas, simplemente le gustaba mirar las imágenes que en ellas había dibujadas.



 Juan y su mujer instalaron a la abuela en una habitación del piso superior y la acomodaron en una confortable butaca; frente a ella la ventana abierta ofrecía la visión del jardín, entre ella y la ventana una exigua mesa serviría para sus juegos de cartas. Dejaron a su lado una cesta con lanas y agujas, sobre la mesa sus dos barajas y le dijeron que si necesitaba algo llamase desde la ventana. La abuela asintió levemente. Juan y su mujer bajaron al jardín.



 Los tíos llegaron al poco tiempo. Cuando entraron en el jardín Juan y su mujer estaban haciendo los preparativos para la barbacoa. Habían juntado en un montón unos cuantos leños menudos, seguramente restos de alguna poda que encontraron en un rincón, y despejaban de hojarasca un espacio en la tierra, entre los árboles para hacer sobre él una hoguera sobre cuyas brasas colocarían una parrilla. Interrumpieron su tarea y les mostraron la casa entre saludos y loas a la nueva vivienda. La abuela en su atalaya, había dejado de tricotar y manoseaba su baraja de tarot.



 La casa tenía adosada otro pequeño inmueble; una casa angosta que amenazaba ruina y que constaba de tres habitaciones dispuestas en modo consecutivo. En ellas se apilaban muebles antiguos desmontados; maderas y tableros, provenientes de estos muebles amontonados de modo caótico y tres enormes baúles cerrados y supuestamente llenos de cosas. El arrendador había aconsejado a Juan que mejor no tocasen nada de aquello. Pero tres baúles antiguos repletos de cosas son mercancía demasiado jugosa como para que dos niños pasen por su lado y no sean capaces de ceder a la curiosidad que estos objetos despierta.



  Fueron ellos los que comenzaron una improvisada fiesta de disfraces. La abuela lanzó una carta sobre la mesa en la que se veía un mago y comenzó un solitario con la otra baraja; un as de copas ocupo su lugar en el juego. Los niños salieron del trastero disfrazados con trajes decimonónicos que les venían grandes, él con chaleco y pantalón rayado en tonos grises y un sombrero de hongo que casi le cubría los ojos; ella con una larga y voluminosa falda con encajes y tocada con un sombrero de alas anchas. Juan y su mujer recriminaron a los niños y les invitaron a recoger lo que habían sacado de los baúles; ya sabían que no debían tocar nada de aquello, pero en ese momento apareció el tío cubriendo su cara con una antigua máscara antigás construida de cuero, con dos ojos de vidrio circulares y un tubo de unos treinta centímetros, que se extendía y se contraía por su extructura de fuelle, de goma que concluía en un aparatoso filtro cilíndrico de metal oxidado que colgaba pendulando sobre su pecho. Le proporcionaba un aspecto entre mosquito gigante y extraterrestre despistado, los vidrios cubriendo sus ojos otorgaban una imagen bastante cómica al tío, ya de por sí flaco, alto y desgarbado, al que sólo faltaba la máscara -sin duda proveniente de la guerra civil- para que la caricatura de sí mismo quedase completada al ser sus ojos -los de verdad- saltones y su nariz prominente y aguileña, quedando convertido en un personaje risible. Rieron todos en el jardín. La tía abrazó a su marido en tierna señal de reconocimiento a la simpática idea que había tenido colocándose la máscara. La mujer de Juan, tras una breve reflexión,cambio de opinión y dijo a éste que dejase jugar a los niños, que luego recogerían todo y no pasaría nada; se trataba de un día de fiesta y bien podían disfrutar de estos disfraces. La abuela salió de un ligero sopor en el que había caído contemplando desde la ventana el desarrollo de la fiesta, lo que le proporcionó algo parecido o cercano a lo que para cualquiera sería una emoción; cogió la siguiente carta del mazo y la arrojó sobre la mesa, en este caso quedó al descubierto una mujer que sostenía una balanza. El tío encontró en uno de los baúles otra máscara antigás y se la colocó algo forzadamente a su cuñado. Juan más bien bajo y con enorme barriga tenía aspecto de un gordo escarabajo venido de las estrellas. Los dos cuñados parecían Don Quijote y Sancho Panza dispuestos a conquistar la tierra. Pero no se llevaban bien en absoluto. Era solo una imagen de cordialidad festiva. El tío despreciaba a su cuñado al considerarlo persona ignorante y vulgar cuya relación le había sido impuesta por motivos políticos; lo consideraba como a alguien que no estaba a la altura de su pretendida alcurnia. Juan a su vez consideraba a su cuñado como un mamarracho cargado de ínfulas sin sentido y le molestaba la envidia que el matrimonio de su hermana había causado en su mujer que de un lado odiaba al tío por estar con su hermana y no con ella y de otro deseaba tener alguien como él a su lado, en lugar del poco atractivo e interesante Juan con el que había consentido en compartir la vida por puro accidente; un accidente que contemplaba el matrimonio como única salida para no padecer el escarnio por parte del entorno. La tía de carácter ingenuo, era la única que se sentía más o menos bien con su familia, si bien la niña le había contado en una ocasión que su padre algunas noches entraba de madrugada en su habitación, la arropaba y acariciaba el cuerpo de manera que le desagradaba. Juan tenía el convencimiento de que la niña no era hija suya y no podía evitar ver el rostro de su cuñado dibujado en las facciones de su pretendida hija. La tía tenía algo de ojeriza a Juan por el secreto que su sobrina le había revelado; pero persona de carácter parecido al de su madre, poco proclive a la emoción, jamás había hablado de esto con nadie. La abuela continuando su solitario extrajo un rey de espadas. Juan perdió un poco la compostura. Quitó la mascara antigás de su cara y la arrojó contra un árbol. Le había molestado que su cuñado lo usase como un títere poniéndose a bailar agarrado a él y tratándolo, debido a su mayor altura, como a un monigote circense. La tía con su frialdad habitual recogió la máscara que reposaba en la base del árbol y propuso tomar alguna bebida fría mientras se terminaban de confeccionar las brasas. La abuela arrojó sobre la mesa una carta que mostró un sol. Los niños escondiendo su disgusto por como concluía su fiesta de disfraces detrás de su ansia de aventura, decidieron ir al parque que había dos calles mas abajo e ir conociendo el barrio y a otros niños que iban a ser sus vecinos con toda probabilidad. Los adultos se sentaron alrededor de una mesa plegable en la que habían dispuesto algunas cosas para picar y bebidas frescas. Enfriaron la cazuela donde comenzaban a hervir sus rencores y envidias en el caldo de la insinceridad y el afecto compartido sin claridad -que sustituye a éste por un "guardar las formas" que induce al resentimiento- hablando de un modo prosaico de la nueva casa y el nuevo barrio. Cada uno pudo olvidarse del resto en sus aspectos mas íntimos y el tono volvió a ser cordial. La abuela extrajo de la baraja una carta que mostraba la imagen de un diablo. La mujer de Juan algo achispada por el Martini comenzó a hablar haciendo chistes sin reparar demasiado en la grosería. Ridiculizaba a todos sin excepción atacando aquellos puntos de cada uno que constituían la base de sus miserias. A Juan le sonrojó contando detalles de la vida íntima que compartían y que no era más que una invitación al suicidio por parte de un alma que en esas circunstancias debía estar obligadamente perturbada. Llegó al paroxismo histérico que no mostraba más que un profundo malestar con todo aquello que le rodeaba. Les gritaba, insultaba, contenía sus manos para no lanzarse en una ensalada de bofetadas, atribuyéndoles que fueran los causantes y únicos culpables de que su mundo interior fuese sórdido como sólo lo puede ser el de alguien que por el fracaso de su inteligencia no ha podido encontrar, tal vez ni buscar, aquello que le haría feliz en base a un respeto de normas y reglas que nunca se atrevió a cuestionar porque le fueron inoculadas de un modo temprano y excesivamente severo hasta formar parte de los cimientos de su pensamiento. En su ataque ya próximo a un estado de trance comenzó a contar cosas y sucesos mezcla de realidad y fantasía cuya audición se hacía insoportable para sus acompañantes. Ellos se congratulaban de que los niños hubiesen ido al parque y no asistieran a la escena, sobre todo cuando la mujer de Juan acusó a éste de querer violar a su propia hija -aunque ella supiese quien era el verdadero padre- que también a ella le había contado el secreto, mientras le escupía en la cara. Juan se mantenía impertérrito y miraba de hito en hito a los tíos pidiéndoles con la mirada que hiciesen algo para poner fin a esta escena. La sujetaron con suavidad y su hermana acarició el pelo suavemente pidiéndole con voz tranquila y susurrante que se calmara mientras recibía insultos y procacidades nacidos de la pura envidia. La abuela se había amodorrado contemplando el diablo impreso en la carta de Tarot. Los gritos histéricos que entraban por la ventana le sacaron de su sopor y extrajo otra carta que mostraba un edificio que se derrumbaba. A la mujer de Juan le hicieron tragar dos barbitúricos y la pusieron tendida sobre una cama para que descansase de su trastorno mental transitorio que ya conocían de sobra. Cuando salieron de nuevo al jardín el tío propuso que mirasen los muebles viejos que había en la casa trastero; quizá hubiese alguno especial por antiguo o simplemente bonito. El tío, amante del ocultismo, tenía en cuanto a la atracción por lo desconocido la misma disposición que un niño ante el truco de cualquier ilusionista. Los tres se entregaron a la tarea de sacar maderas, tableros y piezas metálicas de la pequeña casa y a disponer las piezas intentando clasificarlas de algún modo sobre el suelo del jardín ocupando toda la superficie del mismo. Juan sacó su caja de herramientas y comenzaron a unir unas maderas con otras.



 Cuando los niños volvieron del parque una gran superficie rectangular se alzaba metro y medio del suelo ocupando la totalidad del jardín. Extrañas maquinas que imprimían terror a sus ojos se encontraban dispuestas sobre esta superficie. No podían comprender el significado de la construcción de este cadalso. La abuela dudaba extraer la siguiente carta del mazo. Intuía que en ella un esqueleto sostenía una guadaña.

    

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