Murmuraciones de un viejo
(fragmentos)
Estas memorias que
exploran la vejez y el nomadismo son una muestra del enorme talento de un
escritor que no escatimó sarcasmos para hablar de sí mismo y de su condición de
apátrida. “El lector es libre de ver en esto un fragmento de literatura.”
Mayo 2014 |
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Convivio
Recién salido del hospital, a poco de
cumplir sus ochenta años, Gregor von Rezzori inicia un viaje literario que
revive otros tres viajes reales emprendidos en años anteriores. Uno de ellos lo
llevó, en enero de 1990, a Rumania, país al que pertenecía por entonces la
región de su infancia y su primera juventud. Las impresiones recogidas en ese
peregrinar por las ruinas de lo que fue su Bucovina natal no son más que el
pretexto para que se ramifiquen, como fractales, las memorias de este “viejo”
que, según palabras de Péter Esterházy en el prólogo a este libro, “nunca tuvo
menos de cuarenta años ni más de sesenta”; memorias que empiezan a aflorar en
estas páginas como los destellos irisados de la piel de unos esquivos peces
atrapados en las redes del pasado y de las épocas, como corresponde a la
condición que se asignó Rezzori –el Epochenverschlepper, el mezclador de épocas, regiones, lenguas y
lugares, olores, colores, sabores y sinsabores.*
–
José Aníbal Campos
Tal vez el egocentrismo sea un
fenómeno de la vejez. Tal vez el mirarse el ombligo sea algo esencial en la
vida de un escritor. (El yo como punto focal de toda visión próxima o lejana.)
Sea como fuere, lo cierto es que en estos días de primavera se erige sobre mi
existencia un símbolo inequívoco de la ancianidad, emblema de la decrepitud y
de su derecho a ser tratada con indulgencia: el orinal. Es mi contribución más
personal a la representación del ocaso de la vida. Me lo he traído del hospital
(en italiano lo llamanpappagallo) y también está asociado a muchos recuerdos de mi
niñez, aunque ciertamente no es ya aquel querido y antiguo pot de chambre (potschampa,
pronunciaríamos en alemán) de pesada porcelana, objeto de las más enconadas
luchas de poder con mi hermana en la habitación de los niños y que los
interioristas de hoy compran en los mercadillos de anticuario para usarlos
luego como floreros en sus diseños para una habitación. (Enseres de ancianos.)
En mi juventud el orinal era un objeto de uso imprescindible, también debajo de
las mesillas de noche de los hoteles de provincia, en los que incitaban la
imaginación, evocando las aventuras eróticas de algunos viajantes de comercio. (Bellas
mujeres voluptuosas condessous victorianos,
agachadas sobre él con el trasero al desnudo, mientras el afortunado voyeur las contempla.) Ahora el orinal, tan rico en
asociaciones, ha pasado a ser un objeto de plástico ligero como una pluma. (La
gobernanta pseudoinglesa que antes se ocupaba esporádicamente de mi educación
lo habría calificado deflimsy, endeble, pero no solo el material ha sido
adaptado a los nuevos tiempos, también el diseño, con su forma de aceituna y su
corto cuello tubular en un extremo, asemejándose más, en realidad, a un pato
abstracto de Brâncuşi que al papagayo que los italianos dicen ver en él.) En
cualquier caso, lo significativo es que sigo usándolo con mala conciencia, y mi
embarazo se incrementa a causa del tímido ceremonial con el que, en cada
ocasión, Anna, Fedora, Aisha o Leila solían metérmelo debajo de la cama y
llevárselo cada mañana, lleno y calentito, después de haberme puesto sobre la
barriga la bandeja con el desayuno. Un bello testimonio del respeto y de la
empatía que las madres muestran para con las insuficiencias de los críos a su
cargo. Una especialidad de las mujeres mediterráneas, que han conseguido
preservar cierta ingenuidad. Un nivel arcaico de la civilización. Folclor con
valor de anticuario por el que a veces quisiera abofetearlas.
En pocas palabras: me voy adaptando a
mis casi ochenta años de vida. Ahí están, por ejemplo, mis ojos. Me arden
cuando los abro. Ahora leo demasiado, cosa que no hice en mis años jóvenes (leo
de todo y de manera caótica: Norman Mailer y la Biblia; Panofsky y Handke; y,
una y otra vez, Las
afinidades electivas y El hombre sin atributos). No estoy seguro de si se trata de escapismo o de
vicio (si fuera riguroso tendría que leer lo que dicen sobre el tedio los
colegas Pascal, Kierkegaard y Heidegger). En cualquier caso, todo me conduce a
cierta pérdida de la realidad (con una realidad ganada en otra dimensión). Las
gafas de leer me reducen el mundo concreto en la misma medida en que me
facilitan una ojeada profunda al universo abstracto de la letra impuesta. Que
ahora tenga que usar gafas también para ver de lejos es algo que me hace temer
a la posibilidad de perderme como un sonámbulo en la tierra de nadie de las
realidades abstractas. Existencia de literatos. Mi vida entera me han resultado
sospechosos los adeptos a la letra impresa (esos que a los trece años ya habían
leído a Proust y pasan el resto de su vida como el colega Borges, coleccionando
rarezas literarias). Pensionistas culturales de Mandelstam. Pero, ¿qué otra
cosa le queda a uno? Lo que es viajar, he viajado bastante. Lo que es amar, he
amado bastante, y de un modo bastante caótico. En realidad, no hay demasiadas
formas de matar el tiempo de una manera inteligente.
...
Me
he visto tumbado de espaldas (como el insecto de Kafka), con las patas hacia
arriba dobladas como las de una parturienta, mientras me introducían un tubo
por el recto y me llenaban de aire los intestinos. Era así que los franceses
hacían confesar a los independentistas argelinos. Yo no tenía nada que confesar
salvo mi escepticismo, también, para con la medicina científica. Aunque se dice
que uno puede fiarse del bisturí de un cirujano. Sobre todo con los últimos
avances de la tecnología. En el extremo del tubo acecha, como al final del
brazo de una estrella de mar, el ojo larvario de una lente con una lamparita
adosada para iluminar y examinar las paredes intestinales. La implacable
embestida de esta salvadora linterna de minero al penetrar en los recovecos más
intrincados de mi cuerpo no solo resulta extremadamente dolorosa, sino que
tiene también su efecto psicológico colateral, su side effect. Yo detestaba a los médicos asistentes que se
mostraban tan simpáticos en sus visitas matutinas: parecían sentir una alegría
perversa ante los tormentos que se me infligían, como niños que descuartizan
una rana. Yo ya no era ese simpático y anciano caballero (lo scrittore) alojado en una habitación privada exclusiva de
ciertos pacientes, el señor con el que intercambiaban bromas mientras echaban
una ojeada fugaz al registro de los niveles de fiebre colgado a los pies de la
cama. (Yo nunca antes había tenido fiebre; salvo por los efectos colaterales de
algunos trastornos intestinales estoy en plena forma [...].) Aquí, en la
sección de cirugía, era solo un objeto de estudio como otros cientos de
pacientes. Carne de bisturí. De los resultados de tales pruebas dependerá la
relativa distancia que separe a este o aquel fragmento de mi anatomía del cubo
de la basura. Mi propia desnudez era un alegato en contra de mi pretensión de
preservar cierta dignidad. (Una sensación similar a la del colonizador
cristiano: ¡el salvaje desnudo!) En una ocasión, en Nueva York, mientras estaba
sentado junto a otros objetos de estudio en la sala de espera de un
departamento de Radiología, junto a madres negras, dependientas nicaragüenses,
camioneros irlandeses, vendedores ambulantes bolivianos, barrenderos africanos
y veteranos inmigrantes judíos, todos allí juntos, como niños huérfanos
enfundados en unas batas verdes cerradas por delante y solo atadas por detrás,
con las piernas al desnudo (piernas morenas, blancas, negras, gordas, flacas,
peludas, lampiñas, varicosas; piernas atléticas o flácidas), una de aquellas
batas sobre dos piernas sufrió un ataque de ira: al hombre enfundado en ella lo
habían obligado a desvestirse y esperar, pero de pronto le dijeron que podía
vestirse de nuevo ya que estaba en la sección equivocada; entonces aquel hombre
empezó a vociferar: “And
why did I have to strip naked?! You do everything to humiliate us!” [¡¿Por qué he tenido que desnudarme entonces?!
¡Ustedes hacen todo lo posible por humillarnos!]
...
¿Qué
había ido a buscar a Bucarest? Simplemente, estar presente. Presente ¿en qué?
¿Para hacer qué? Había viajado con la intención espontánea de no perderme el
momento en que cayeran las cadenas, cuando la bandera azul-amarilla-roja no
solo ondeara como estandarte mítico de mi desacreditado origen en un país de
opereta de los Balcanes, sino que –por fin liberada de las odiosas insignias de
las dictaduras de la hoz y el martillo– se desplegara orgullosamente sobre una
patria salida de las tinieblas reinantes tras el Telón de Acero para insertar
su voz en el concierto de naciones libres y democráticas como socio comercial
en una economía de libre mercado, como fiable compañero de armas y codiciado
destino turístico. Con una conexión directa a la realidad. Sin embargo, el
viaje no fue una buena idea. Rumania es un país surrealista. No es casualidad
que hayan nacido allí tantos padres fundadores de la Iglesia Surrealista como
Tristan Tzara y Eugène Ionesco (así como el gurú moldavo del propio Ionesco,
Urmuz, que en tan solo doce páginas ha dejado una de las más importantes obras
en prosa del más hondo sinsentido). A decir verdad Rumania es un país
maravilloso: rico en montañas con vetas minerales, en bosques surcados por el
rumor del viento, en viñedos rebosantes de uvas y campos de dorados trigales.
Detrás se abren las estepas desde las cuales arribaron a lo largo de los
milenios las bandadas de desgreñados nómadas, sus antecesores y sucesores:
gépidos y cumanos, pechenegos y ávaros, hunos y húngaros, y por último los
rusos y –del lado opuesto– los alemanes. Los turcos mantuvieron al país
esclavizado durante siglos; la iglesia ortodoxa lo mantuvo en la ignorancia.
Los hijos de los boyardos con su dandismo, estudiados en París, le trajeron la
Ilustración y la sífilis; los ingenieros alemanes y franceses saquearon sus
riquezas y lo dotaron de armas. Y lo único que este pueblo de siervos tratado a
latigazos supo oponer a todo ello fue una tenacidad vital que –como la de
Anteo– extraía su fuerza del suelo bajo sus pies y de la tierra removida por
sus manos laboriosas. Hasta que el nacionalismo epidémico del siglo xix
irrumpió también en una Rumania que despertaba y dotó al país del mito del
origen de su pueblo, resultado de la unión de los amos universales romanos y
los orgullosos dacios, con su característica manía de grandeza. Sin embargo, el
que vino a sacar provecho de todo eso fue ese niño cambiado, ese trol llamado
Nicolae Ceauşescu. (Quien a pesar de todo el odio era amado por su pueblo.)
Cuando
hablo de Rumania con personas para las que ese país resulta tan ajeno como
aquella otra tierra de fábula llamada Cipango (o como la propia Magrebinia a la
que he dado vida con mis palabras), intento resaltar siempre algo esencial en
un apresurado galope verbal a lo largo de su historia: un pueblo que ha de
vivir con la conciencia de perderlo todo de un instante a otro o de ver
destrozado todo lo construido con esfuerzo; un pueblo condenado a no tener
nunca un orden duradero y obligado a servir a amos siempre nuevos; que ve
siempre sus puntos de vista invalidados, sus planes estropeados y sus esfuerzos
tutelados por incapacidad; un pueblo así –digo– no cree en el carácter
unidimensional de lo real o de lo fáctico. Sencillamente, un pueblo así no cree
en nada salvo en el sentido profundo del sinsentido. (También ello constituye
una forma de tantear el sentido del mundo.) Un pueblo con un enorme talento
para el arte. Artista de lo existencial.
Como
ya he dicho, no viajé a Rumania solo, sino en compañía de mi amigo Tilman
Spengler. También él tuvo que soportar mi parloteo sobre el mítico país de mi
nacimiento. Rumania –le decía– no pertenece del todo a Europa, pero aún hoy
forma parte de los imperios de leyenda de los otomanos y de zares (también los
de corte comunista). Está más cerca de Bizancio que de esa Roma que con tanto
gusto invoca. Su población es violenta a la manera asiática, pero está sometida
al destino, como todos los pueblos eslavos. De la mano con esto van un
oportunismo inescrupuloso, una astucia de orejas como las de un zorro, cierta
grandeza de corazón y una forma específica de tomarse la vida a la ligera.
También están presentes la sobriedad más prosaica y –por supuesto– el sentido
del humor surrealista. Un sentido del absurdo, un sentido para lo irreal de la
realidad. Pero eso ya se sabe.
...
Ése era él.
Y frente a él, yo.
El escritor de novelas baratas. Un cínico que ve en todo solo decadencia y
voluntad de destrucción y de ello saca sus chistes. El autor de cáusticas
críticas a la sociedad. El paródico al que los más nobles propósitos de la
Humanidad solo le proporcionan material para sus sarcasmos. El irónico que
considera la política un juego de charlatanes y criminales. El desacralizador
de la cultura que prefiere mostrarse antes como barón que como intelectual. En
pocas palabras: yo en la dudosa gloria de una imagen debida al éxito de un solo
libro: Yo el magrebinio. Prototípico vástago de un mal afamado país de fábula, de
lo cual se deriva una gran cantidad de epítetos: apátrida, pájaro que ensucia
su propio nido, provocador. ¿Qué otras cosas se dicen de mí? Sí, claro: el
esnob, el dandi, el mujeriego inescrupuloso, el irresponsable. Todo un talento,
sí. Un hombre de gran carisma. El que sabe entretener con su borboteo de frases
ingeniosas. Un “manitas” de la literatura, con la mano metida en muchos ajos
literarios. Versado en el valor de los betunes y las variedades de whisky. Pero
un inútil en todo. Un pícaro de mala fama. Sospechoso... Comprender todo eso
cayó sobre mí con una furia implacable: cuánta razón tenía B. en sus
advertencias en relación con esa imagen. ¿Acaso no todos los que me reconocían
en el instante en que me ponía de pie estaban obligados a esperar de mí un
chiste malicioso, una críptica frivolidad, un desafío? El autor de las Historias de Magrebinia da su opinión sobre la región del
Danubio. ¿Cómo lo haría, en forma de cuplé? “En el vapor Pistakisch, una
seductora dama, bien rellena, viajaba en primera clase, con camarote y cama, de
Nagypalád a Viena...” ¡Ya lo ven! Esa era toda mi “realidad” en el ámbito
lingüístico alemán. Como hombre y artista yo mismo me había incapacitado. El
flagelo de la sátira con el que había azotado a todos diestramente me había
golpeado en plena cara. Medio siglo de esfuerzos acarreando distintas épocas a
fin de iluminar a ciertos mentecatos (y de preservar de paso la pureza de la
lengua alemana) no había conseguido nada que mejorara mi imagen. Y aunque, como
Rilke, me amonestase delante de un trozo del torso de Apolo diciéndome que
había llegado la hora de cambiar de vida, era ya demasiado tarde.
Es verdad, sin embargo, que pude haber comprendido todo eso
mucho antes. Aunque no habría podido hacerlo en otros tiempos prehistóricos,
como en aquella época de fraternal unión con Ernst Schnabel y otros padres de
la Iglesia de la cultura alemana de posguerra, sí que debí hacerlo unas décadas
antes, a principios de los sesenta, por ejemplo, cuando también en la
literatura alemana se estaba produciendo un “milagro” de reconstrucción. En
fin, fue entonces cuando la revista ilustrada Quick,
con la que colaboraba laboriosamente y ganaba bastante dinero (lo cual formaba
parte de esos trabajos paralelos que por desgracia tenía que hacer entonces y
que –digámoslo aquí de una vez, para que nos escuchen esos que consideran
indigno que un escritor serio pueda escribir para esas revistas de cotilleo–
aceptaba porque no era fácil mantener a tres hijos con el bolígrafo como único
instrumento), me confió la labor de entrevistar a algunos de los colegas
escritores que por entonces habían alcanzado verdadera fama literaria y honrado
a su país con su escritura: en concreto se trataba del triunvirato formado por
Heinrich Böll, Uwe Johnson y Günter Grass, tres voces escuchadas en todo el
mundo, importantes desde el punto de vista histórico-cultural y, por lo tanto,
también político. Böll, al preguntarle por teléfono si estaba dispuesto a hacer
declaraciones sobre su vida personal, declinó la proposición educadamente. A
Grass y a Johnson los vi en Berlín. En una pequeña pastelería de Charlottenburg
se zamparon cantidades de café y de tarta a costa de la revistaQuick y me dijeron fríamente que no pensaban
aparecer en medios de comunicación junto a anuncios de pasta de dientes y
sostenes. Hablaban a una voz, como Rosencrantz y Guildenstern, proclamando que
no tenían intenciones de contribuir en ningún modo a la sociedad de consumo (la
cual, dicho sea de paso, también consume libros). Consumieron todavía algunos trozos
más de tarta y me dejaron allí, marchándose tan campantes. Debí entonces tomar
ejemplo de ellos, pues a la larga la sociedad de consumo ha premiado la pureza
de esa forma de preservar la propia imagen. Uwe Johnson murió como correspondía
a su excentricismo: casi un joven artista muerto prematuramente en plena
consumación de su madurez creativa (lo que se puede resumir con una de esas
deliciosas palabras alemanas: un Frühvollendeter);
sin embargo, sigue viviendo como un escritor alemán plenamente consciente de su
valor. Si bien ahora pervive sobre el papel. A Günter Grass volví a
tropezármelo años después en Frankfurt, durante la Feria del Libro, en el hotel
Hessischer Hof. Llevaba puesto lo que en los años anteriores a la guerra se
llamaba un traje Stresemann (chaqueta negra con chaleco gris de varios botones,
combinada con pantalones de rayas grises y negras y corbata plateada) y bajaba
las escaleras con tal diligencia que creí que se trataba del jefe de la
recepción del hotel, que se apresuraba a saludar a lord Weidenfeld. Solo lo
reconocí por el bigote. Cuando quise abordarlo, mostró no tener tiempo para mí:
partía hacia una recepción del entonces canciller federal Helmut Schmidt. Había
encontrado un nicho donde encajar en la historia universal, plantado allí con
sus patitas fuertes y laboriosas, en medio de la realidad real de la vida. ¡Él
sí que habría podido plantar cara a Otto de Habsburgo! Como también lo habría
hecho, seguramente, mi examigo Schnabel. A pesar de sus piernas más cortas,
habrían estado con él cara a cara, de hombre a hombre. No solo se lo permitía
la imagen que compartían ambos como mediadores de la cultura, sino que esa
imagen casi se lo exigía. No tenía sentido intentar igualarlos. También yo por
entonces llevaba un bigote, pero eso era lo único que tenía en común con Grass
y con Otto de Habsburgo. The
missing link. Ninguna otra cosa nos vinculaba. De uno me separa su
ingenua pureza; del otro, la voluntad artística de poder. De ambos me separaba
el dudoso don de la ironía, la risotada nacida del odio.
...
Y por
favor, que no se me malinterprete. Esto es un resumen, un informe de cuentas.
Un documento sumamente personal. El lector es libre de ver en esto un fragmento
de literatura desarrollada a partir de la tradición de las Confesiones del colega Jean-Jacques Rousseau. Una
vuelta a la verdadera naturaleza del hombre. Y eso requiere paciencia. El
hombre –incluso este de aquí: yo–
es, como se sabe, una criatura compleja. Una criatura del tiempo, que cambia
con su decurso. Pero dentro del hombre el tiempo se detiene. Solo es posible
acercarse a él a través de los atajos del pasado, con ese gesto amplio y
misterioso con el que mi padre (para exponer la placa de su cámara fotográfica
antediluviana) levantaba la tapa de cuero de su objetivo y, tras unos mágicos
segundos contados en voz alta, la dejaba caer de nuevo. Para describir lo que
pretendo parafrasear aquí debo remontarme muy atrás en el tiempo y hacer una
breve digresión: llevo muchas lunas cavilando sobre este asunto. Desde que fui
a Bucarest, a Pondicherry y a Colonia. Y es ahí donde empieza el tiempo de
exposición de la cámara, donde todo fue cobrando forma de imagen, revelándose,
con el baño ácido de la televisión, si bien esta vez no ocurrió delante de la
pantalla, sino delante de la cámara y en la propia cámara. Fue en Berlín. Me
habían invitado, precisamente, para participar en lo que en el lenguaje
troglodita del ramo se denomina un talk
show, y viajé contra todo sabio consejo de B. (Creía que
comportándome en público con la dignidad de un anciano podría corregir la
imagen que se tenía de mí en Alemania.) Y el asunto, por supuesto, salió mal.
Yo no conocía a la presentadora y, por desgracia, no tenía idea del grado de
fama del que gozaba. ¡Y vaya si tenía fama! Cuando se acercó a saludarme antes
del programa pensé distraídamente que se trataba de la maquillista, y le hice
un gesto de rechazo agradecido. Y ella se vengó luego en la entrevista. Había
estudiado mi imagen en Alemania lo suficiente como para concentrarse en mis
puntos más vulnerables. (El mujeriego, etc.) Y para echar mano de todo el
arsenal de tópicos feministas. No tardamos en estar en desacuerdo acerca de las
diferencias entre hombres y mujeres. (Ella, fiel a su línea, creía que no había
ninguna, y acabó invitando a las mujeres presentes en el plató para que me
hicieran desistir de mi creencia de que existían esas diferencias.) Cuando
acabó aquel espectáculo idiota me fui a pie hasta el hotel. Era invierno y
hacía mucho frío. Entre los preparativos, la espera y la emisión del programa
habían transcurrido varias horas. Se había hecho de noche y Berlín era una
ciudad totalmente nevada. Un grueso tapiz blanco cubría edificios, árboles,
calles y cualquier cosa a la intemperie. Las calles estaban poco iluminadas; el
más puro blanco alumbraba aquella oscuridad. No pasaban coches; no se veía un
alma. La nieve se tragaba mis pasos. Berlín me plantaba cara con una virginidad
jamás experimentada antes: blanca en el espacio negro de la noche, como un
negativo fotográfico. Vi la ciudad con los ojos de Ugo Mulas (ojos puros).
Era
muy hermoso. También desde una perspectiva plástica era un negativo de la
ciudad: el molde donde vaciar los distintos estados emocionales y las
sensaciones de mis varios encuentros con aquella urbe (cire perdue para la producción literaria). Primero
la Berlín de 1938: todavía una gran urbe, pero ya aséptica, esterilizada desde
el punto de vista intelectual. Despojada de sus judíos y sometida a un proceso
de igualación que se correspondiera con una sana mediocridad general. Capital
de un imperio de bárbaros. Abstracción preparatoria de acontecimientos ya
desencadenados con la propia abstracción. Ya no fluorescente en la pútrida
decadencia de los años veinte (la época sistemática superada, cargada de maldiciones
al “sistema”, como llamaban los nazis al periodo de la República de Weimar).
Una ciudad consciente de su misión. Que anticipaba el futuro en una especie de
futuridad transparente: con edificios en los que ya podían verse los esqueletos
de sus ruinas. Allí pasé un angustioso verano poco después de la noche de
Walpurgis del 12 de marzo de 1938 en Viena (con la anexión de Austria –más
tarde llamadaOstmark o
Marca del Este– al Tercer Reich); y fue allí donde empecé a escribir. A ciegas.
Un soñador ambulante entre sonámbulos. Más tarde (de 1941 a 1944), bajo las
“tormentas de acero” de los bombardeos, tuve la oportunidad de vivir de primera
mano la experiencia de ser partícipe pasivo en los acontecimientos del mundo. The human touch. La
miseria humana en
vivo y en directo. Y luego la Berlín de 1945: la ciudad en ruinas,
necrópolis de una leyenda trinitaria: la Berlín de Schinkel y de la Varnhagen;
la Berlín de los desfachatados años veinte y la radiante (aunque vacía de
espíritu) capital del Reich. Y no pasó mucho tiempo para que la ciudad se
convirtiera otra vez en leyenda, con sus inválidos de guerra al estilo de
George Grosz: amputada, desgarrada, cubierta de mugre, de costras, pero
invariablemente berlinesa. La ciudad pionera que desarrolló su aislada parte
occidental, inflada por el edema del hambre, hasta convertirla en una “cabeza
de puente de la libertad” (mientras que su parte oriental siguió siendo más
alemana). Ciudad pionera en equilibrio sobre la nada. En lo que luego se fue
transformando en muchos sentidos.
De
modo que llevo a Berlín en mi osamenta intelectual. La ciudad me formó como lo
hizo en otro tiempo Bucarest. Como lo hizo luego Hamburgo, a orillas del Elba.
Llevo a Berlín dentro de mí a través del tiempo presente, en la simultaneidad
de todo el pasado vivido. La llevo como algo abigarrado, como corresponde a su
evolución histórica. De esa primera ciudad –la de 1938– plasmé algo en mi novelaEdipo
en Stalingrado. En otro libro –La muerte de mi hermano Abel–
hay algunas instantáneas de los tiempos heroicos. Hasta ahora no había dicho
nada sobre la Berlín posterior a 1945. En aquella nevada noche de 1990 sentí
cómo la ciudad pesaba sobre mi alma. Esa noche no regresé directamente al
hotel, sino que recorrí una parte del antiguo lado occidental en el que habían
tenido lugar algunos momentos significativos de mi vida. (Entre otras cosas,
también, el principio de mi primer matrimonio.) Estaba tras el rastro de mi
metamorfosis de 1938: entre ese estado de parálisis del escritor nómada, que
devora la realidad desde dentro de una crisálida, y el momento de su despliegue
(más tarde, después de 1945, en Hamburgo). Eran ya pasadas las doce cuando
regresé a la habitación del hotel. Me senté y tomé apuntes de esas ideas, de
los sentimientos expresables de ese paseo nocturno. Puesto que mi vuelo hacia
Italia salía muy temprano, me levanté antes del amanecer, recogí mis pocas
pertenencias y me hice llevar al aeropuerto. Cuando estaba en el aire me di
cuenta de que había olvidado mis apuntes en el hotel.
La pérdida me pesó. Aunque supe cómo tomármela: si bien no
directamente como metáfora de cierto modo de experimentar la realidad, por lo
menos sí como el banal consuelo de que se trata de un autoengaño. Es probable
que esas notas no contuvieran nada irremplazable. Conozco ese fantasma. Uno
cree haber perdido algo, no sabe bien qué, y, al encontrarlo de nuevo, lo que
se creía perdido se revela como algo absolutamente banal. Durante décadas, cada
mañana al despertar, me ha torturado la impresión de que antes de quedarme
dormido (cuando –¡por fin!– he conseguido quedarme dormido después de varias
horas de insomnio mirando a la oscuridad) he tenido una idea que ha sido como
una iluminación definitiva, no solo de la obra en la que estoy trabajando en
ese momento, sino también de mí mismo: algo así como el secreto de mi
existencia. Una palabra clave para el universo. ¡¡Y de pronto ya no la
recuerdo!! ¡La he perdido! Paso entonces días cavilando sobre lo que pudo ser.
En una ocasión, hace años, decidí tener siempre a mano junto a mi cama un
cuaderno de apuntes, de modo que, en mi modorra, pudiera hacer anotaciones poco
antes de deslizarme en el maravilloso inframundo de mi ego. Desde entonces me
esfuerzo por plasmar esos instantes decisivos. Pero cuando el pensamiento
verbal se desvía por un carril distinto al de la sensación que suscita, cuando
lo semántico se desliga de la palabra y acaba desintegrándose, cuando se
transforma en imágenes que tienen su sintaxis propia, su gramática
pictográfica, me veo adentrándome en un agujero negro... Por supuesto que nunca
conseguí plasmarme en el umbral de ese momento. Así que el cuaderno de apuntes
permaneció vacío. Una mañana me levanté sabiendo que, una vez más, había
encontrado y luego perdido una palabra clave para el universo, el secreto de la
existencia, pero no había tenido la fuerza para dejar constancia escrita de lo
que se desvanecía. Y una vez más estuve cavilando sobre ello durante días. Solo
que en esta ocasión lo recordé: la idea que había tenido en aquel estado de
modorra había sido que si alguna vez volvía a tener una idea importante debía
asegurarme de anotarla.
...
No
cabe duda de que con esos apuntes berlineses se había perdido algo
irremplazable. Mis ideas habían sido entonces tan claras como la noche de nieve
a través de la cual anduve. (Y así de frío era también el luto que guardaba en
mi corazón por la ciudad de Berlín: una disposición fértil para la creación
literaria.) Lo que recorrí entonces había formado parte antaño –¡antes del
tiempo que pasé allí,hélas!– de las ciudades
míticas del siglo: la gran urbe por excelencia; Babel de miles de lenguas que
pugnaban entre ellas por la supremacía en las cuestiones del espíritu.
Metrópoli pulsante de vida, burbujeante de vida, chispeante de vida, con los
éxitos más grandes de nuestra época... Y esa ciudad se había rendido y
entregado como escenario de uno de los poderes más siniestros. La puta
Babilonia había traicionado al arte. Había traicionado el culto a los grandes
fetiches de esa hora crepuscular de Occidente. Ya no cortejaba a los
intelectuales judíos ni el magma fructífero de los accionistas de las fábricas
de obuses de Renania, de los Junker,
los mercachifles, los proxenetas y artistas del teatro o los militares
decrépitos, sino a la mayor escoria del género humano: a los más rabiosos
demagogos, nacidos en las cocinas de los traspatios y en los suburbios obreros,
a los camaradas del Führer,
sus correligionarios, cotemperamentarios y comalnacidos en las regiones
alpinas, con su sobrehumana avidez de poder, poder, poder. La magnífica lengua
polifónica de los decadentes había quedado achatada en un mismo acorde de
mediocridad. Entre la riqueza de vocablos de los inhabilitados sobrevivientes
resonaba ahora una única palabra: poder.
Y
luego –cuando ese poder se desmoronó– Berlín, arrepentida (y en secreto, en una
versión estilizada de sí misma), había intentado transformarse en el
espectacular campo de batalla de ese naufragio. Y de ese modo se presentó: un
cuerpo gravemente mutilado y remendado con coraje, aunque no ya, ciertamente,
en el estilo de su amado hijo George Grosz (que también había quedado
esterilizado); tampoco con la melodía de una canción brechtiana (al que también
el elemento ideológico le había estropeado las notas). No: Berlín resurgió
envuelta en el celofán de la mercadería de supermercado. Ciudad pionera en la
conquista de lo abstracto, reconstruida sobre una pirámide de cráneos –los de
millones de muertos–, partida a la mitad gracias a una equilibrada división del
trabajo. Una mitad (la oriental), terreno de entrenamiento para la obstinación
y la estupidez pequeñoburguesas; la otra mitad (la occidental), punta de lanza
de la Guerra Fría. Y todo con la misma desfachatez de siempre. Sostenida en un
afán de cultura tan osado como vano. Meretriz imperturbablemente ebria de sí
misma, que ahora había tomado prestada como eslogan la mendacidad de uno de los
más desdeñables embaucadores de nuestra época (también ebrio de sí mismo y de
su PODER): I’m a Berliner!... ~
______________________________
Traducción
de José Aníbal Campos.
*Los
fragmentos aquí publicados fueron tomados deGreisengemurmel. Ein
Rechenschaftsbericht,
prólogo de Péter Esterházy, Berlín, Berliner Taschenbuch Verlag, 2005, pp.
15-17, 36-37, 55-57, 82-89 y 89-90.
Versión tomada de la revista "Letras Libres", mayo 2014.
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